Me
senté también ante el televisor. Estoy al final de una etapa en la que prefiero
estar quieto y me parece que la televisión le va bien a esta disposición.
Creo,
sin embargo, que elegí mal lo que veo. Mi programa es un soap-opera gringo sobre un señor alcohólico que enseña en cada
capítulo cincuenta maneras diferentes de fruncir el ceño. Para colmo de males
la ansiada recreación pasiva, que es lo que ofrece la pantalla casera, no se ha
podido consumar. Una permanente sensación de déjà vu me asalta viendo la serie. Casi todos los actores que
aparecen se me hacen familiares pero no puedo precisar donde los he visto.
Me he
distraído de las aventuras del borracho de la frente surcada y su interminable
lista de amantes por querer rastrear en mi memoria las caras que quizá ya
conocía. Me estoy preguntando siempre ¿en qué película o serie vi a éste o a ésta?
El doctor Google ayudó dos o tres
veces pero otras simplemente me dejó más perdido. No creo estar tan ocupado de
la serie como del reto a la memoria.
Pasó
algo más inquietante todavía. Empecé a ver rasgos de personas de la vida real
en los personajes de la trama y eso es lo que estoy coleccionando ahora. Cuando
el protagonista está perplejo me
recuerda a un amigo que es psicólogo. La chica que supera todos los obstáculos
en la historia me trae siempre presente una amiga que es ingeniera de minas. La
tercera esposa del personaje principal me estuvo dando vueltas por la cabeza
varios días hasta que apareció en pantalla escribiendo una carta: uñas rojas,
dedos largos, toda la atención sobre el papel. Conozco (conocemos, Lolo) a
alguien que encaja en ese molde.
Ayer
creí reconocer en un antagonista de la telenovela a un personaje de Mark Twain.
Ya no estoy viendo las penurias de Don
Draper en Mad Men, estoy acumulando
referencias.