lunes, 9 de mayo de 2016

Pensamientos recurrentes (el inicio de todo)


Compré dos tintos, uno para mi y otro para Antonia. El mío lo rellené de azúcar porque es la única forma en que me soporto el amargo sabor de la bebida nacional. Tenía la esperanza de que ese cafecito de máquina me quitara el sueño y el frío y disipara de mi cabeza las preguntas que no dejaban de atormentarme: ¿será que todos estos años fuimos muy duros con el primo? ¿Será que no fuimos lo suficientemente benévolos con Pablito porque utilizaba mentiras para sacarle plata a personas allegadas y robaba elementos de las casas de personas de la familia? ¿será que no fuimos lo suficientemente justos por aquella ocasión en la que llamó a la amante del tío Pepe para calumniarla? ¿será que todos estos años estuvo completamente loco y nosotros no nos dimos cuenta y lo juzgamos mal?
Dejé de pensar en todos esos bochornosos incidentes cuando Antonia, la ex de mi primo me contó la aventura que fue traerlo de vuelta a Bogotá. Tuvieron que engañarlo con una reunión familiar y promesas de dinero para llevarlo hasta la clínica Santa Rosa. Eso fue el último recurso que tuvo Antonia para ahorrarle problemas a su ex familia política y evitar que Pablito saliera herido en otro intento de suicidio.
Pablito está separado de Antonia, y es ella quien se encarga de Ángela Rafaela, la hija de 10 años de los dos. Antonia y Pablito vivieron juntos hasta hace cinco años y ocuparon un apartamento en el barrio Santa Sofía después de que se casaron y hasta que tuvieron a su segunda hija. La otra, Carmela, la mayor, murió hace dos años en enero.
Antonia y Pablito se casaron en el lote que ocupa hoy la torre Horizonte. Allí fue la recepción, en la antigua Casona de los Andes, un club para gente muy pudiente de Bogotá. Antonia me explicó esa casa estaba en la esquina nor-occidental de la intersección de la Avenida Caracas y la calle 69. Recuerdo haber caminado muchas veces por esa esquina pero jamás me hubiera imaginado que ahí hubiera quedado ningún club ni ninguna casona, ni los jardines, ni los carros caros que me contó Antonia que se parqueaban al frente todos los viernes por la noche.
Antonia interrumpía los sorbitos del café y las historias de su matrimonio para recordarme que al primo lo trajeron a Bogotá como si fuera un niño: accedió inmediatamente con las excusas que le dieron y no más llegaron a la ciudad lo internaron. Aceptó quedarse ahí porque su ex mujer estaba con él y a condición de que le dieran un refresco. La pobre ex hablaba con resignación y no se atrevía a dejarlo solo a pesar de que con él solo compartía el compromiso hacia la hija en común y el eterno dolor por la otra hija muerta. También me contó que esta vez lo vio y no lo reconoció porque parecía haberse borrado, casi no mostraba emociones y estaba mucho más acabado que lo que recordaba. Luego continuó hablándome de ella y de su vida como quien encuentra tema para evadir lo obvio e inevitable. Sus papás llegaron a Colombia con sus dos hijos en el año 58 y vivieron un año también en el barrio Santa Sofía antes de irse a administrar una finca cerca de Bogotá. Luego cuando volvieron a la ciudad sus papás emprendieron la administración de la Casona de los Andes, hasta que la junta directiva decidió venderle el lote a los constructores de la Torre Horizonte.

martes, 3 de mayo de 2016

Pensamiento recurrente (visiones del pasado)

Cuando la gente se muere desaparece para siempre, aunque aquello que observo en el sombrero es una mancha de sudor de su dueño original, un hombre fallecido. El sombrero tiene la forma de la cabeza del abuelo y cuando me lo pongo, flota; llega a cubrirme los ojos y no se sostiene ni con las orejas. Cuando lo uso no siento miedo ni rabia, solo me entra un poco de curiosidad y melancolía.
–Me han dado el mejor regalo, –dijo el abuelo antes de despedirse–. Me han entregado el tiempo y el dinero para hacer lo que quiero y ahora debo marcharme. Por eso partió. Su partida generó en mi un vacío, una alarma que se encendía con el vértigo producido por la visión de alguien similar a él.
El año pasado, después de que se alejó, lo vi en la calle con el sombrero, pero aquella vez era bajito y gordo y su apariencia era más parecida al personaje de las fotografías. En ese momento no estaba tranquilo porque estaba ocupando el tiempo en hacer dinero o en construir una vida como el resto de la gente. Para él todos podrían ser lo mismo.
Con el tiempo esa mancha en el sombrero se convirtió en una obsesión para mi porque era una huella mucho más fuerte que el olor en las camisas o la voz en los videos que conserva la familia: aún mantiene algo de su cuerpo. En otra ocasión vi a un tipo en la calle que hablaba sobre lo aburrido que era ahora ir a los bares de moda con los parroquianos de Bogotá y se extendía en una historia que yo sentía que ya había escuchado.
–El sábado vi a Ariel en el bar, al primero, al Ariel de hace varios años. –Le comentó el hombre similar al abuelo a su acompañante–. Por mi vida empezaron a rondar rumores de virus otra vez y cuando eso sucede Gregorio y él regresan a atormentarme los pensamientos. Ariel también es muy grande y fue el culpable, según Gregorio, de su enfermedad. A él, a Ariel, yo nunca lo conocí. Nunca hablé con él y nunca lo había tenido frente a frente antes del desastre. No había sabido cómo era en carne y hueso y para ser honesto siempre me sentí complacido de que así lo fuera.
Lo miré y lo escuché con atención hasta que terminó, su rostro se me hizo familiar y quise comprobar que su presencia correspondía con las fotos que había visto hacía varios años en perfiles en línea: era alto como yo y tenía un abrigo negro, también tenía la nariz respingada y era calvo. Además, aquel personaje que hablaba y reía tenía también una mancha, algo como un cambio de color en la tela de su vestido. La mancha en su ropa era un puente entre él y yo, entre nosotros y esa persona que aún existe en las fotografías.
Intenté lavar el sombrero para utilizarlo pero en esa mancha aún está el ADN del abuelo, en cierta forma él está aún ahí. Todo lo que tenía, las cosas que poseía, los objetos que apreciaba fueron repartidos entre otras personas, amigos, familiares, beneficencia. Así fue que obtuve ese sombrero gris que está detrás de mi puerta y que he intentado ponerme en un número de ocasiones aunque no me queda. Me lo he ganado y por eso ahora me siento a escribir esto. Por eso ahora transcribo conversaciones con putas, con travestis y con artistas.