Hace un par de noches iba
cruzando la calle 100 para llegar a mi casa cuando una camioneta grande,
blanca, giró desde la carrera y avanzando se acercó hacia a mi. El conductor no
se detuvo ni se dignó a reducir un poco la velocidad para permitirme cruzar la
calle sino que me pitó y continuó avanzando. Me echó el carro encima y siguió
como si nada. Yo, un simple peatón cruzando la calle en la noche lluviosa tuve
que saltar para que la camioneta no me arrollara. Cuando alcancé el otro lado
del andén me detuve, vi pasar el carro, y terminé de sentir cómo mi cuerpo era
invadido por un sentimiento de amargura e impotencia. Una sensación que, como
peatón, he sentido a menudo últimamente en Bogotá.
El carro siguió
avanzando pero como había un pequeño trancón un poco más adelante tuvo que
disminuir la velocidad. Ahí fue que yo vi mi oportunidad: salí a correr y me
paré justo al lado del conductor de la camioneta, los transeúntes desprevenidos
y los demás conductores de carros vieron interrumpidas sus rutinas de
conducción y pensamiento por una sarta de improperios lanzados a voz en cuello
por mí, “¡hijueputa!, ¿cree que porque tiene un carro es dueño de la vida de la
gente? ¿acaso cree que porque tiene una malparida camioneta es dueña de la vía?
¿me mandó encima el hijueputa carro para venir a meterse más rápido en un
hijueputa trancón?, !ojalá un día alguien como usted le eche el carro así
igualito a uno de sus hijos!"