Al principio de la cuarentena había mucho menos ruido. El 20 de marzo dejaron de sonar los motores de miles de automóviles que se quedaron en su casa. Cientos de rutas escolares llenas de gritos de niños dejaron de circular. No puedo decir que existiera un silencio absoluto pero, por lo menos en las mañanas, no existía el bullicio que ahora ha vuelto a existir.
Cuando empezó el aislamiento, y teníamos solo un simulacro obligatorio, sentía mucho miedo. Fueron muchos los días en que la ansiedad no me permitía comer y me atemorizaba el silencio. Dormía poco y daba vueltas en la cama durante la noche. Despertaba extrañado a la hora en que tendría que haber empezado a alistarme para salir a trabajar. La falta del bullicio metálico de los motores me parecía inquietante; me aterraba que la ciudad hubiese dejado de funcionar de esa manera tan abrupta y que, a pesar de que fuese algo que pedimos a gritos por nuestra salud, no nos pudiéramos mover de casa ni salir a trabajar.
A las 7 de la mañana era muy poco lo que sonaba. Tan solo se oían algunas personas en la calle, quienes por fuerza mayor no habían podido dejar de desplazarse. Celadores, personal del aseo, vendedores, domiciliarios, policías, médicos y enfermeras siguieron montando en transporte público para ir al trabajo y aún hacían ruido afuera. Pero no eran tantas personas, o por lo menos no las suficientes para llenar las calles del barullo pre-pandemia.