C. me dejó de hablar y el silencio hizo que todo lo que había
pasado durante un mes perdiera su valor. Todas las palabras que habíamos dicho,
previas al silencio, se convirtieron en ruido; automáticamente todo lo que
había salido de nuestras bocas se convirtió en mentiras. Su último “ok” empujó
a mi cuerpo a un estado de conmoción que desplazó cualquier signo de normalidad
vital y abrió la puerta para una serie de encuentros absurdos –algunos
afortunados y otros desatinados– en diferentes lugares de la ciudad. Esta es la historia de
esos encuentros y sus consecuencias.
Entre calles
Tres días después del fatídico “Ok” tuve
que salir a la calle. No me sentía preparado para recorrer el centro después de
un fin de semana confuso y una resaca asesina que me obligó a estar acostado
durante la mayoría del sábado y el domingo. Sin embargo el lunes me tocó viajar
hasta la librería cerca de la plaza de Bolívar porque le había comprado a
Bridget un libro que ella ya tenía y se vencían los cinco días para hacer el
cambio. Desafortunadamente muy cerca a ese lugar C. y yo tuvimos la mayoría de
nuestros encuentros.
Mientras más me adentraba en el centro,
más inseguro me sentía y más pensaba en la posibilidad de encontrarme con él.
Me repetía una y otra vez las preguntas que le haría si tal vez nos cruzábamos
y nos deteníamos a charlar. Crucé la Jiménez y caminé en modo zombie/neura por
la carrera quinta hacía la Luis Angel. Cuando me disponía a cruzar la carrera,
de la nada apareció una moto. El alboroto en mi cabeza me había distraído de la
función vital de mirar a los lados antes de cruzar la calle y terminé a punto
de ser arrollado.
Ante el frenazo en seco del
motociclista terminé bailando entre el andén y el asfalto, esperando no morir
espichado contra el suelo. El motociclista se detuvo a diez centímetros de mí y
yo avergonzado y asustado solo atiné a preguntarle si estaba bien y a moverme
para darle la vía, que ya de por si tenía.
Seguí caminando, por un rato me sentí estúpido,
caminé con el corazón acelerado, y el cerebro centrado. Ese estado me duró lo suficiente
para llegar a la librería, devolver el libro y escabullirme del centro lo más
pronto posible.
Junto al caño
El jueves fui a hacer compras al centro
comercial donde se suicidó Sergio; allí tuve mi primera cita con C. En el
trayecto de vuelta, cuando iba llegando al caño que está cerca a los edificios
cercanos a la avenida, vi tres cabras que jugaban contentas. Las tres daban
brincos en el pasto que por la lluvia había crecido descomunal. Se movían de
tal forma que las tres formaban una trenza invisible, apareciendo y desapareciendo
entre el verde. Me quedé exhorto viendo las cabras negras saltando.
En Bogotá ya no es común que uno vea
animales de ese tipo sueltos, jugando o corriendo o pastando por ahí. Aunque
antes era común ver chivos que se comían la basura o campesinos recorriendo la ciudad
buscando andenes o lotes baldíos con pasto para alimentar vacas, ahora ya no hay
ni siquiera zorras y a los perros callejeros se los están llevando unos camiones
raros.
Estaba mirando las cabras, sin dejar de
caminar, cuando un señor salió de unos de los costados interiores del caño. Sostenía
un cigarro en una de sus manos del cual salía
un olor fuerte, como a hierba quemada. No sé qué habrá allí pero no es la
primera vez que veo gente entrando y saliendo de los desagües y las cañerías
del Rio Salitre. Cuando el señor –de más o menos cincuenta años, con la piel
quemada por el sol, descuidado pero no indigente–, emergió haciendo un esfuerzo
de las profundidades del caño se encontró conmigo. Se detuvo y con el bareto entre
los dedos empezó a llamar a las cabras. “Putas cabras”, exclamaba con rabia. Quiso
ponerse el cigarro en la boca de nuevo pero mi presencia lo intimidó, aunque en
ningún momento expresé ninguna opinión al respecto.
El señor, vestido con un pantalón negro,
una camiseta blanca y un blazer, divisó las cabras y antes de alejarse me dijo:
“verriondos animales, siempre se me están perdiendo y me toca meterme por allá
a buscarlas”. Miré a los tres animales negros un saltando ya lejos. El señor
volvió a llamarlas y siguió quejándose a pesar de que era evidente que las cabras
no eran la razón por la que había ingresado al caño.
Me alejé, no sin antes de golpeado en
la cara por el pisquero del señor de las cabras. Eso sí se ha vuelto una
constante en los prados y pastos bogotanos.
En el andén
El sábado en la mañana mi papá me pidió
que lo acompañara a mostrar uno de los apartamentos que tenía desocupado y listo
para arrendar. Como el iba tarde me pidió que llegara a recibir a la señora interesada
y esperar con ella ,mientra el llegaba. En el andén, frente al tráfico, la señora
y yo charlamos por un rato, me contó que era enfermera, había nacido en Bogotá
y se llamaba Raquel. Sin embargo mientras la miraba pensaba que mejor debiera
llamarse Mary y dedicarse a cuidar niños.
La señora tenía el pelo largo, grueso, pero
agarrado con una moña en la nuca. Llevaba una blusa de seda con mangas largas al
mejor estilo de los sesenta, también llevaba una falda negra de terciopelo que
le llegaba un poco más arriba de los tobillos. La falda revelaba unos botines
negros, gastados y con las suelas desiguales. Cuando pudimos entrar al
edificio, la observé caminar hacia las escaleras y me fijé que la señora tenía un
defecto en una pierna. Por eso tenía un zapato más gastado que el otro y
caminaba raro con la ayuda de un paraguas que tenía una goma en la punta, lo
que lo convertía en un bastón.
Durante todo el recorrido esperé a que
la señora cantara alguna canción o a que arreglara los defectos del apartamento
con rimas, pero eso no sucedió. Tampoco se alejó volando. Antes de irse, la
señora Raquel nos contó que provenía de una familia gitana, con eso destruyó mi
teoría de sus pasados ingleses limpiadores y voladores. Aun así lo gitano si se
le veía en la cara a la morena.
A la vuelta de la esquina
A veces estoy tan encerrado en mi casa
escribiendo o traduciendo que siento que mi cerebro anda más rápido que el
resto de mi cuerpo, así que me toca salir a caminar para gastar energía y
calmar la neurosis.
Así lo hice el siguiente martes por la
noche; eran más o menos las seis y media de la tarde y ya estaba a punto de
oscurecer cuando salí a caminar. Realicé el mismo recorrido que hago siempre desde
mi casa hasta la avenida, luego voy varias cuadras hacia el occidente, volteo al
lado de la pirámide blanca y sigo hasta la calle del canal de televisión. Justo
ese día cuando di la vuelta en la pirámide, me encontré en el andén vacío con
un mendigo al que accidentalmente sorprendí.
Cuando el mendigo me vio se dio la
vuelta y se lanzó corriendo hacia mí. Lo vi acercándose rápido a pesar de no
tener una pierna y desplazarse con muletas. Pensé que era una posibilidad que
el mendigo me robara y eso no me gustó, por lo que cuando estuvo cerca y vi que
no disminuía la velocidad di un paso al lado.
El mendigo me pidió una moneda a lo que yo le respondí “que pena, no tengo
plata”. Al señor no le gustó mi falta de efectivo y explotó en una sesión de
gritos y groserías hacia mi persona. Me gritaba que le diera plata, que “hijueputa,
usted si tiene plata”, “malparido” y “deme plata le digo”. Yo simplemente seguí
caminando, confiado en que si el mendigo me quería pegar con una de sus muletas
yo podría correr más rápido con mis dos piernas, que tengo completas,
afortunadamente.
En el Transmilenio
Venía de nuevo de hacer alguna vuelta en el
centro el jueves siguiente a eso de las 5 de la tarde, ya a casi dos semanas del
“ok”. Me bajé en la estación de El Polo para tomar un C15, ruta que me dejaría directamente
en la estación de Puentelargo. Me subí al articulado e intenté encontrar los audífonos
en la maleta pero estaban perdidos. Me comencé a desesperar cuando un hiphopero
comenzó a presentarse.
Cuando el cantante urbano saludó a
gritos, yo le respondí con un “buenas tardes” y un aplauso. No sé por qué lo
hice, lo único que yo quería era encontrar mis audífonos y no escucharlo. Sin
embargo al hiphopero mi contestación le pareció un evento fabuloso y se
emocionó al punto de felicitarme por mi amabilidad e instando a los demás
pasajeros a ser un poco más como yo. Luego
comenzó a cantar y decir que le parecía muy chévere que la gente respondiera
“como el mono” al arte callejero.
Los continuos comentarios del cantante,
que ya rayaban en montadera, generaron en mí un ataque de risa que no pasó
desapercibido entre los viandantes del Transmilenio. Algunos pasajeros se
sintieron contagiados por la risa, otros se burlaron de mi e incluso un joven universitario
de barba un poco más alto que yo terminó enviándome una sonrisa y una mirada
coqueta.
Cuando el hiphopero terminó de cantar, volvió
a dirigirse a mí para solicitarme un aplauso y para pedirme su colaboración. El
rapero me exhortó a no que no me cohibiera asegurándome que podía pasar el
billete de mano en mano porque ninguno de los otros pasajeros se lo iba a
quedar. Le mandé unas monedas de doscientos
que tenía en el bolsillo.
Cuando el joven se bajó yo terminé de reírme
y encontré los audífonos. Antes de bajarme vi mi reflejo en la el vidrio de la
puerta y me di cuenta de que era la primera vez que me reía en dos semanas. Sonreí
y seguí adelante.
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