lunes, 10 de noviembre de 2014

Encuentros cortos urbanos #cuento #relato #Bogotá

C. me dejó de hablar y el silencio hizo que todo lo que había pasado durante un mes perdiera su valor. Todas las palabras que habíamos dicho, previas al silencio, se convirtieron en ruido; automáticamente todo lo que había salido de nuestras bocas se convirtió en mentiras. Su último “ok” empujó a mi cuerpo a un estado de conmoción que desplazó cualquier signo de normalidad vital y abrió la puerta para una serie de encuentros absurdos –algunos afortunados y otros desatinados– en diferentes lugares de la ciudad. Esta es la historia de esos encuentros y sus consecuencias.

Entre calles

Tres días después del fatídico “Ok” tuve que salir a la calle. No me sentía preparado para recorrer el centro después de un fin de semana confuso y una resaca asesina que me obligó a estar acostado durante la mayoría del sábado y el domingo. Sin embargo el lunes me tocó viajar hasta la librería cerca de la plaza de Bolívar porque le había comprado a Bridget un libro que ella ya tenía y se vencían los cinco días para hacer el cambio. Desafortunadamente muy cerca a ese lugar C. y yo tuvimos la mayoría de nuestros encuentros.

Mientras más me adentraba en el centro, más inseguro me sentía y más pensaba en la posibilidad de encontrarme con él. Me repetía una y otra vez las preguntas que le haría si tal vez nos cruzábamos y nos deteníamos a charlar. Crucé la Jiménez y caminé en modo zombie/neura por la carrera quinta hacía la Luis Angel. Cuando me disponía a cruzar la carrera, de la nada apareció una moto. El alboroto en mi cabeza me había distraído de la función vital de mirar a los lados antes de cruzar la calle y terminé a punto de ser arrollado.


Ante el frenazo en seco del motociclista terminé bailando entre el andén y el asfalto, esperando no morir espichado contra el suelo. El motociclista se detuvo a diez centímetros de mí y yo avergonzado y asustado solo atiné a preguntarle si estaba bien y a moverme para darle la vía, que ya de por si tenía.

Seguí caminando, por un rato me sentí estúpido, caminé con el corazón acelerado, y el cerebro centrado. Ese estado me duró lo suficiente para llegar a la librería, devolver el libro y escabullirme del centro lo más pronto posible.

Junto al caño

El jueves fui a hacer compras al centro comercial donde se suicidó Sergio; allí tuve mi primera cita con C. En el trayecto de vuelta, cuando iba llegando al caño que está cerca a los edificios cercanos a la avenida, vi tres cabras que jugaban contentas. Las tres daban brincos en el pasto que por la lluvia había crecido descomunal. Se movían de tal forma que las tres formaban una trenza invisible, apareciendo y desapareciendo entre el verde. Me quedé exhorto viendo las cabras negras saltando.

En Bogotá ya no es común que uno vea animales de ese tipo sueltos, jugando o corriendo o pastando por ahí. Aunque antes era común ver chivos que se comían la basura o campesinos recorriendo la ciudad buscando andenes o lotes baldíos con pasto para alimentar vacas, ahora ya no hay ni siquiera zorras y a los perros callejeros se los están llevando unos camiones raros.

Estaba mirando las cabras, sin dejar de caminar, cuando un señor salió de unos de los costados interiores del caño. Sostenía un cigarro en una de sus manos del cual  salía un olor fuerte, como a hierba quemada. No sé qué habrá allí pero no es la primera vez que veo gente entrando y saliendo de los desagües y las cañerías del Rio Salitre. Cuando el señor –de más o menos cincuenta años, con la piel quemada por el sol, descuidado pero no indigente–, emergió haciendo un esfuerzo de las profundidades del caño se encontró conmigo. Se detuvo y con el bareto entre los dedos empezó a llamar a las cabras. “Putas cabras”, exclamaba con rabia. Quiso ponerse el cigarro en la boca de nuevo pero mi presencia lo intimidó, aunque en ningún momento expresé ninguna opinión al respecto.

El señor, vestido con un pantalón negro, una camiseta blanca y un blazer, divisó las cabras y antes de alejarse me dijo: “verriondos animales, siempre se me están perdiendo y me toca meterme por allá a buscarlas”. Miré a los tres animales negros un saltando ya lejos. El señor volvió a llamarlas y siguió quejándose a pesar de que era evidente que las cabras no eran la razón por la que había ingresado al caño.

Me alejé, no sin antes de golpeado en la cara por el pisquero del señor de las cabras. Eso sí se ha vuelto una constante en los prados y pastos bogotanos.

En el andén

El sábado en la mañana mi papá me pidió que lo acompañara a mostrar uno de los apartamentos que tenía desocupado y listo para arrendar. Como el iba tarde me pidió que llegara a recibir a la señora interesada y esperar con ella ,mientra el llegaba. En el andén, frente al tráfico, la señora y yo charlamos por un rato, me contó que era enfermera, había nacido en Bogotá y se llamaba Raquel. Sin embargo mientras la miraba pensaba que mejor debiera llamarse Mary y dedicarse a cuidar niños.

La señora tenía el pelo largo, grueso, pero agarrado con una moña en la nuca. Llevaba una blusa de seda con mangas largas al mejor estilo de los sesenta, también llevaba una falda negra de terciopelo que le llegaba un poco más arriba de los tobillos. La falda revelaba unos botines negros, gastados y con las suelas desiguales. Cuando pudimos entrar al edificio, la observé caminar hacia las escaleras y me fijé que la señora tenía un defecto en una pierna. Por eso tenía un zapato más gastado que el otro y caminaba raro con la ayuda de un paraguas que tenía una goma en la punta, lo que lo convertía en un bastón.

Durante todo el recorrido esperé a que la señora cantara alguna canción o a que arreglara los defectos del apartamento con rimas, pero eso no sucedió. Tampoco se alejó volando. Antes de irse, la señora Raquel nos contó que provenía de una familia gitana, con eso destruyó mi teoría de sus pasados ingleses limpiadores y voladores. Aun así lo gitano si se le veía en la cara a la morena.  

A la vuelta de la esquina

A veces estoy tan encerrado en mi casa escribiendo o traduciendo que siento que mi cerebro anda más rápido que el resto de mi cuerpo, así que me toca salir a caminar para gastar energía y calmar la neurosis.

Así lo hice el siguiente martes por la noche; eran más o menos las seis y media de la tarde y ya estaba a punto de oscurecer cuando salí a caminar. Realicé el mismo recorrido que hago siempre desde mi casa hasta la avenida, luego voy varias cuadras hacia el occidente, volteo al lado de la pirámide blanca y sigo hasta la calle del canal de televisión. Justo ese día cuando di la vuelta en la pirámide, me encontré en el andén vacío con un mendigo al que accidentalmente sorprendí.

Cuando el mendigo me vio se dio la vuelta y se lanzó corriendo hacia mí. Lo vi acercándose rápido a pesar de no tener una pierna y desplazarse con muletas. Pensé que era una posibilidad que el mendigo me robara y eso no me gustó, por lo que cuando estuvo cerca y vi que no disminuía la velocidad di un paso al lado.

El mendigo me pidió una moneda  a lo que yo le respondí “que pena, no tengo plata”. Al señor no le gustó mi falta de efectivo y explotó en una sesión de gritos y groserías hacia mi persona. Me gritaba que le diera plata, que “hijueputa, usted si tiene plata”, “malparido” y “deme plata le digo”. Yo simplemente seguí caminando, confiado en que si el mendigo me quería pegar con una de sus muletas yo podría correr más rápido con mis dos piernas, que tengo completas, afortunadamente.
 
En el Transmilenio

 Venía de nuevo de hacer alguna vuelta en el centro el jueves siguiente a eso de las 5 de la tarde, ya a casi dos semanas del “ok”. Me bajé en la estación de El Polo para tomar un C15, ruta que me dejaría directamente en la estación de Puentelargo. Me subí al articulado e intenté encontrar los audífonos en la maleta pero estaban perdidos. Me comencé a desesperar cuando un hiphopero comenzó a presentarse.

Cuando el cantante urbano saludó a gritos, yo le respondí con un “buenas tardes” y un aplauso. No sé por qué lo hice, lo único que yo quería era encontrar mis audífonos y no escucharlo. Sin embargo al hiphopero mi contestación le pareció un evento fabuloso y se emocionó al punto de felicitarme por mi amabilidad e instando a los demás pasajeros a ser un poco más como yo.  Luego comenzó a cantar y decir que le parecía muy chévere que la gente respondiera “como el mono” al arte callejero.

Los continuos comentarios del cantante, que ya rayaban en montadera, generaron en mí un ataque de risa que no pasó desapercibido entre los viandantes del Transmilenio. Algunos pasajeros se sintieron contagiados por la risa, otros se burlaron de mi e incluso un joven universitario de barba un poco más alto que yo terminó enviándome una sonrisa y una mirada coqueta.

Cuando el hiphopero terminó de cantar, volvió a dirigirse a mí para solicitarme un aplauso y para pedirme su colaboración. El rapero me exhortó a no que no me cohibiera asegurándome que podía pasar el billete de mano en mano porque ninguno de los otros pasajeros se lo iba a quedar. Le mandé unas monedas de  doscientos que tenía en el bolsillo.

Cuando el joven se bajó yo terminé de reírme y encontré los audífonos. Antes de bajarme vi mi reflejo en la el vidrio de la puerta y me di cuenta de que era la primera vez que me reía en dos semanas. Sonreí y seguí adelante.




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