Ayer,
toda la tarde, estuve viendo a Esteban. Aparecía por instantes en los rostros de los
estudiantes, en las personas de la calle, en las fotografías en los libros. Saltaba
desde las esquinas y en los corredores, justamente como en esa época en la que –a
pesar de la tristeza por el dolor que nos habíamos causado– estábamos mentalmente tan
conectados. Su rostro no paraba de dar vueltas en mi cabeza, así que cuando
regresé a casa reabrí las viejas cuentas de correo electrónico que no abría hacía años para averiguar si había alguna comunicación suya. No la había, así que por
instinto y sin mucho pensar entré a buscarlo en Facebook.
Lo
único que encontré fueron tres fotografías disponibles: en la primera Esteban aparecía posando de frente, mirando directo a la cámara sin sonreír, con su típica
mirada inexpresiva (casi muerta), con los cachetes un poco escurridos y el
semblante envejecido; en la segunda estaba detrás del tronco de un árbol en
un sitio selvático con una camisa de cuadros azul y roja, con los brazos
cruzados mirando a su derecha, tan guapo y masculino como no recuerdo haberlo
visto nunca; la tercera contenía simplemente la imagen de un local comercial
con el fondo del mar y un anuncio en inglés. Las personas que le comentaban le deseaban suerte en su “nuevo país”.
Esas
tres fotografías me bastaron para hacerme a la imagen mental de que probablemente
abandonó Costa Rica y ahora vive feliz en alguna parte de Europa. No hay más información
y su perfil no permite leer nada más. Luego, casi automáticamente sentí una gran decepción. Esperaba verlo igual que
antes, triste, deprimido, casi suicida, pero las fotos me arrojaron otra cosa, a alguien de quien yo no sabía nada. Eso pasa cuando uno “stalkea” la gente del pasado lejano: uno termina haciéndose imágenes mentales de situaciones que nunca podrá comprobar como ciertas. Fué así, también, como esas estampas fuera de contexto se convirtieron en espejos, en superficies borrosas
reflectantes que me devolvían mi propia figura desdibujada: el rostro de una
persona mezquina y triste que observaba las fotos de un desconocido solo para
compararse con ellas y despreciar sus propias circunstancias actuales. Y con
esa idea me tuve que ir a dormir.
Esta
mañana amanecí aún pensando en eso, pero recordé que en realidad no tengo
ninguna evidencia de su vida, que hace más de 7 años que no cruzamos palabra porque yo lo decidí así, que hace un tiempo, en un acto mágico, conversé con él en un diálogo en uno de mis
manuscritos y lo perdoné, y que desde ese entonces siempre le he deseado que sea
feliz. Cuando pienso en él, cuando regresa en los corredores, en los libros, en
las calles y en los rostros de los demás entiendo que él también está pensando en
mí y le envío luz, amor y libertad. Y sé que donde sea que él esté, está deseándome
lo mismo.