Empecé a leer ese libro precioso de Jiro Taniguchi. Una novela gráfica sobre las caminatas diarias de un japonés y las sencillas y divertidas conversaciones que tiene con su esposa. Lo he disfrutado mucho porque los dibujos son impresionantes, puras líneas en blanco y negro. También me ha gustado porque me recuerda, casi en cada página, lo que es andar sin miedo. Ahora reconozco que caminar es un privilegio.
Esta última semana las veces que me he puesto en marcha lo he hecho con afán y con miedo: he ido a hacer compras, al supermercado a buscar cosas para la cuarentena o a acompañar a mi mamá a hacer vueltas de médico. Lo hemos hecho de prisa, como locos paranoicos.
La semana pasada, antes de que decidiéramos aislarnos y de que el pánico se generalizara con los casos de Coronavirus en Colombia, les había puesto a mis estudiantes dos películas de miedo. Las películas hacían parte de un módulo de terror de una clase de cine y literatura que estoy dictando y las películas son acerca de personas que están encerradas en diferentes circunstancias. La primera es Bajo la sombra, una película iraní sobre una madre y su hija. Las dos se quedan en su apartamento, solas, durante los bombardeos de Iraq a Irán. La segunda es Los otros, la de Amenábar. En esa una madre se queda con sus dos hijos en una mansión, cuando todo el mundo huye de la isla en la que viven durante la segunda guerra mundial. Esta tarde, en una de mis clases virtuales, uno de mis estudiantes me preguntó “¿tenemos que ver las películas?”. No tuve respuesta. La verdad, simplemente esperaba que las vieran porque son dos películas fantásticas que no pensé que fueran a convertirse en un referente tan cercano y en algo así como manuales para el confinamiento.