Miro por la ventana y veo un montón de gente caminando por la calle. No la misma cantidad de gente que vería en un día normal, o antes, pero sí bastante. Bastante, por ejemplo, para lo que vi la semana pasada. Siento que la gente no está muy convencida de que el virus sea algo que le pueda hacer daño. A mi me aterroriza, pero a veces también dudo de que algo real vaya a suceder. Ojalá toda esa gente que está en la calle tenga razón y nos encontremos mágicamente protegidos. Mamá y yo no hemos salidos ya casi en una semana.
Lo que más me asusta es que haya un estallido social, he intentado hablarlo con gente, pero prefiero callarlo porque no tengo ningún control sobre eso. La gente también suele pensar que algo así no sucederá y espero, también, que tengan razón.
Alejo me preguntó ayer si estaba escribiendo. Tengo mucho trabajo y estoy todo el tiempo haciendo cosas, así que no he escrito.
Estos textos son lo único que tengo anotado de lo que estamos viviendo. Tal vez es porque le tengo mucho susto a escribir sobre el miedo. Cualquier cosa que escriba me parece que puede llegara a convertirse en una mala premonición o una historia terrible. La escritura, la literatura, tiene ese poder: cuando uno escribe, lo que escribe se convierte en realidad.
Por eso, tal vez, anoche le volví a decir a Marco, que apenas nos veamos le voy a volver a pedir matrimonio. Y esta vez va a volver a ser en serio.
Me empezó a responder con monosílabos tiernos, como hace cuando no sabe cómo decir no. La verdad no sé si me quiero casar con él, tal vez lo que sí quiero es poder salir de aquí y verlo, abrazarlo, tocarlo y poder tocar el suelo, comprobar que existe. Por eso se lo dije, para crear en mi mente un después. Un mundo posible, una estructura existente, un sueño tangible.
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