Mi mamá y mi
abuela son lectoras insaciables. Dedican gran parte de su energía y su tiempo a
la sensación de vértigo y a la emoción que produce leer. Mi mamá esta
experimentando ahora una pasión renovada por los libros en serie y las sagas.
Comienza un libro y lo termina y empieza otro al instante. Luego viene y me
cuenta apartes de la narración, me describe con agitación algunos de los
paisajes o las locuras de los personajes o la conversaciones o me recomienda
que lo lea por lo fascinante que le pareció. Luego vuelve y empieza con otro
libro que espera sea igual de maravilloso.
Cuando digo
pasión renovada por las sagas me refiero a que antes, en la época en que mi hermano y yo estábamos pequeños, ella siempre lograba sacar tiempo para terminar libros como Caballo de Troya.
Uno tras otro consumía los volúmenes del viajero hasta el momento en que
dejaron de publicarse. Esos libros, igual que el Conde de Montecristo, la deslumbraban
y siempre estaba sorprendida por los sucesos que contenían. Hasta ahora no ha
dejado de preguntarse como hizo Benítez para conocer y saber todo eso tan
detallado.
Mi abuela ha
sido siempre también una mordaz lectora, aunque ahora que mi mamá le esta
enseñando a tejer, las sesiones de lectura se ven interrumpidas por el enredo y
el desenredo de todo tipos de lanas y por un diminuto tic tac producido por el
choque de agujas largas o de crochet. Aún así, siempre ha sido común llegar a
la casa de mi abuela y encontrarla concentrada frente al abuelo en la sala con
las gafas puestas. Con una mano sostiene un libro y con la otra pasa las
paginas con mucha delicadeza. No ha perdido esa maña de mojarse el dedo con
saliva antes de pasarlo por las hojas.
Todo lo que a mi
abuela le llevan para leer por lo menos lo empieza. Algunas cosas las deja y no
las termina. Mi mamá le lelvó el año pasado un libro que ella pensó que era precioso sobre budismo pensando que tal
vez le ayudaría a acercarse al tema de la muerte. Leyó un par de paginas y lo
dejó, no se rindió a la insistencia de mi mamá y un par de semanas después le confesó que no le había gustado mucho y no lo quería leer. A veces pienso que la
abuela Rosita se lo ha leído casi todo, seguro ha pasado sus ojos por la mayoría de lo que se
haya escrito en lengua castellana sin permitir que eso cuestione su fe, ni sus dogmas y sin enturbiar
su calma. Han sido varias las ocasiones en que alguien pretende no hablar de
algún tema en frente de ella, acerca de alguna película o libro controversial
como El código Da Vinci y ella ha saltado a contar con su cara de “me importa
un rábano” que ya se ha leído todo eso. Pero no discute mas, no omite
opiniones y después de tejer está rezando y leyendo de nuevo.
Mi tía también
lee tanto como mi mamá y mi abuela, pero de ella yo no se muchas cosas; se que
ella y mi mamá cuando estaban pequeñas leían a escondidas hasta bien tarde, para que el abuelo
no las regañara ni las castigara, se que ella si tiene una biblioteca enciclopedias y ediciones sobre física e
ingeniería. Ni mi mamá ni mi abuela guardan libros, ni tienen bibliotecas,
ellas no guardan casi cosas, tal vez fotos, pero no tienen libros apiñados, solo
documentos importantes que no se pueden botar. Las dos leen ejemplares prestados
que luego devuelven con puntualidad. Mi mamá saca libros de bibliotecas que
luego regresa a sus dueños a tiempo. Los libros para ellas son como amantes que después
de haber sido conquistados desaparecen y solo dejan sus cuentos y sus
melancolías en las mesas de noche, en las almohadas y los rincones.
Yo estoy
aprendiendo a comprarlos y guardarlos para luego ver que leí, tengo una pequeña
biblioteca, un rincón en el que se apilan. Esos son los amantes míos que si se
quedan y que esperan alguna vez volver a ser acariciados. Esperan a que las conversaciones
que guardan –hechas con palabras escogidas con meticulosidad– vuelvan a ser
sostenidas. Pero yo se que algún día, ojalá pronto, terminaré vendiéndolos o entregándolos
para perder peso y volver a salir de aquí. Me desharé de ellos como me he deshecho de muchos otros, para hacer espacio para mas.
Extrañaba este postre literario, nostalgia y alegoría al diario deambular de un excelente observador, gracias
ResponderEliminarMe encantó tu relato. Es conmovedor que recuerdes acciones de la abuela que todos hemos olvidado. Y sí, leíamos a la luz del alba con las persianas ligeramente abiertas para que no se notara la luz. Gratos recuerdos ;)
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