El cliente venía a comprar un par de cigarrillos Marlboro y un dulce. Tenía unos 28 años, el pelo negro ondulado, partido por la mitad. Llevaba la pinta de un estudiante de literatura de los Andes, con los ojos pequeñitos detrás de las gafas hipster y una
chaqueta deportiva. No estaba solo, venía con dos parejas. No detallé a sus
acompañantes porque estaban lejos, esperándolo al otro lado de la calle.
Me pareció muy guapo cuando lo vi con su
pinta de intelectual. Se me ocurrió hacerle la charla y averiguar qué le
gustaba, si leía libros, si escribía o si trabajaba en algún lugar interesante
como una ONG o en una oficina del estado. Pensé en hablarle y comprobar que tan
cierto era todo lo que yo hab ía leído en su apariencia.
Pero en ese momento la realidad me golpeó: yo no era yo.
A esa hora –la media noche–, en ese
lugar –la esquina de la calle 22 con carrera 16, cerca de la pollería mas
famosa de Bogotá y de algunas prostitutas– yo era un chacero, un
vendedor de dulces y cigarrillos. Yo no era el artista plástico, el bloguero,
el magister en estudios culturales. Yo era un tipo con la cara peluda, una
gorra y un saco gris, intentando pasar por uno de esos personajes de las esquinas que hacen parte
del paisaje y del mobiliario de la ciudad. Uno de esos vendedores que pasan el día y la noche cubriendo las necesidades de los transeuntes y a quienes uno siempre ignora u olvida
con rapidez.
Cuando caí en la cuenta de que yo era
Damián, como me puso Wilson, y no Lolo, perdí el impulso; se me diluyeron las
ganas de hablarle y de saber de él, lo observé contar las monedas, le entregué
los cigarrillos y el dulce, lo vi despedirse con formalidad y partir. Solté una
risa y le cont é a Wilson lo que había pensado mientras el
muchacho nos hacía la compra. Me respondió que la vida de los chaceros no es la
misma vida de él ni la mía. Un vendedor con una chaza seguro vive en una pieza
en arriendo, en otro mundo, en otro contexto.
Días después, hablando del mismo tema a
Wilson se le ocurrió contarme de otro chacero que conoció en una noche de venta
diferente. El tipo no sabía nada del barrio ni de la ciudad
porque acababa de llegar de Neiva y estaba empezando a trabajar. “Yo me puse a
contarle –me dijo el amigo artista– que el barrio Santa Fe está en la localidad
de los Mártires, que aquí cerca está el Parque del Voto Nacional, que ahí mataron
algunos próceres de la independencia y por eso toda esta zona se llama así.
Pero como que el tipo no me entendió nada y se quedaba loco, y hacía cara de
¿cómo así? Como si le hablara en chino. Luego yo pensé ¿qué hago yo perdiendo
mi tiempo? El chacero ilustrado, pues…”.
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