El sábado fui a
tomar café con Julio y quedamos de encontrarnos dentro de una estación de
Transmilenio. Cuando lo vi me hizo un gesto con la mano en señal de espera:
estaba hablando con su hermana por celular. La conversación, que escuché
queriendo sin querer, consistía en un tire y afloje suplicante en el que Julio
intentaba a toda costa tranquilizarla.
–No le vayas a
contar a mi mamá –decía la voz que caminaba a pocos pasos a mi lado–. Ya sabes que a
ella no le cae bien Federico. Si de todas maneras quieres hablar con él es mejor que se vean en un lugar
neutro porque si se ven en la casa eso no se va a poder, ya sabes como es mi
mamá. Si en serio piensas discutir con él no puede ser ni en la
casa de mi mamá ni en la suya. Si van a verse es porque tú necesitas que te
escuche.
Julio me había
explicado antes que Federico le había puesto los cachos a Sandra en una
ocasión y que por eso la suegra no lo estimaba mucho. Aún así la hermana lo
había perdonado y me imagino, por el nivel del escándalo telefónico y el drama,
que la traición había sucedido de nuevo. La voz femenina al otro lado del
teléfono siguió dando una perorata de quejas y cuestionamientos que alcanzaba a
oírse desde la lejanía. Oí por varios minutos como Sandra intentaba desenterrar
con desespero un poco de consuelo de entre las palabras afanadas de su
hermano.
–En este momento
no puedes hacer nada –le aseguró Julio con voz de autoridad y ternura–. Es
mejor que esperes hasta mañana y ahí le hablas y le dices que se vean, pero no ahora
y no en la casa porque mi mamá se da cuenta. Con eso Julio logró que la algarabía de Sandra
disminuyera y antes de colgar terminó de darle la última instrucción y la
más certera: –Acuéstate. Mejor acuéstate y duerme.
Sandra dejó de
hablar, colgó y por un instante yo también sentí la convicción de que dormir de
la noche a la mañana hace que desaparezcan los problemas.