Hace un rato vi en Facebook una publicación que me dejó pensando: alguien elogiaba a un profesor por su actitud ante los estudiantes e ilustraba su texto con una imagen que decía “si los estudiantes necesitan apoyo o ayuda emocional en medio de la pandemia lo pueden solicitar. También, prórrogas o extensiones para los trabajos o exámenes. Aquí son más importantes las personas que las evaluaciones.”
Me pareció una imagen agradable. Una idea muy bonita acerca del apoyo que el profesor debe ofrecer en tiempos de crisis e incertidumbre, como estos, e incluso acerca de la labor que debe cumplir en términos generales. Sin embargo, después de un momento pensé en que ese tipo de anuncio no sería algo que a mí se me ocurriría hacer ahora y tampoco lo habría hecho al principio de la pandemia.
Si bien siempre, he procurado mantener abiertos los canales de comunicación con los estudiantes y me gusta conversar con ellos y apoyarlos cuando hay situaciones excepcionales, por mi propia salud mental no hago prórrogas individuales. Para mí es posible negociar y llegar a acuerdos, es importante ser flexible –aún más en una situación como la que estamos pasando– mientras no se irrespeten los parámetros de igualdad de oportunidades y justicia para los estudiantes y mientras eso no imponga una presión innecesaria en mis propios horarios laborales. Es importante ser empático, sí, y escuchar, pero, incluso en estas situaciones de incertidumbre extrema, es importante conservar la estabilidad.
La mayoría de nosotros –profesores, alumnos, padres de familia, amigos, familiares– nos hemos encontrado en situaciones angustiosas. No podemos ver ni compartir con las personas que queremos, no tenemos accesos a los recursos que teníamos antes y en muchos casos hay personas enfermando, muriendo, y/o perdiendo sus medios de subsistencia. Son abundantes las historias de personas que han tenido que encontrar algo nuevo para hacer porque la pandemia y la cuarentena los han obligado a cerrar negocios o han sido despedidos de sus empleos. Es inquietante, pero para mí el objetivo, como ya lo mencioné antes, es el de mantenernos a flote. Al principio de la pandemia yo sentía que mi labor era salvaguardar el proceso educativo, continuar dando clase, transformar, sin saber cómo, mi aula presencial a una virtual. No era una opción detenerme o relajarme y esperar porque eso es mi trabajo y de eso depende mi sueldo. A diferencia de muchos otros profesores en este país, puedo hacerlo porque cuento con la fortuna de estar en una casa cómoda y de tener un computador bueno y una conexión a internet y de saber utilizar Google. Y utilizo eso para generar una experiencia en mis clases e intentar que mis estudiantes aprendan un poco más.
Ese fue el golpe que me dio el instinto. Inmediatamente sonó la alarma y entramos en simulacro de cuarentena me tomé una semana para aprender a manejar Moodle y familiarizarme con Teams. En la universidad salimos a cuarentena casi dos semanas antes del examen final de segundo tercio entonces los temas de clase ya los habíamos terminado de ver. Eso eso me daba una ventana de tiempo para prepararme y, aún ahora casi cinco meses después, sigo en lo mismo: estoy intentando no naufragar en el laberinto funcional que es el Teams –el programa oficial que manejamos en la universidad y una de tantas plataformas que existen para dictar clases y seminarios virtuales–, el cual viene interconectado con todos los otros programas de la misma empresa y al que se le pueden bajar montones de aplicaciones externas para hacer sesiones llenas de contenidos, significados, discusiones, ejercicios y dinámicas; continúo aprendiendo a utilizar todos los programas con que vienen que sirven para hacer exámenes, asignar tareas (assignments), calificar ejercicios, compartir notas; no dejo de intentar conectarme con mis alumnos a través de canales y de videos; en suma, sigo intentando ser funcional dentro de la cadena de producción de profesionales en masa que somos las universidades.
Para mí no fue una opción detenerme por el miedo. Y si tuve mucho miedo y ahora lo sigo teniendo porque no sabemos si el otro semestre vamos a tener alumnos. Este semestre logramos tener bastantes de los antiguos –no renunciaron– pero sé que nuevos hubo muchos menos que los que había siempre para el inicio de semestre (y esa es una generación completa de 5 años que se pierde). Tampoco sabemos si vamos a tener clases o si habrá profesores mejores y más jóvenes que se lleven el trabajo. Sigo teniendo también miedo de tener que salir a montar en Transmilenio (cuando me toque) y que me tope con alguien que me pegue el Coronavirus, pero al final creo que eso nos va a dar a todos (porque la vacuna se demora) y ya tengo bastantes conocidos que lo tienen. También me da miedo que alguien cercano a mi no lo sobreviva. Las cosas usuales de la pannormalidad y la vida.
Reconozco que el trabajo se me convirtió en un refugio de todo ese mundo ominoso e incierto. Toda esa incertidumbre hizo que –aparte de no poder dormir– me encerrara a preparar clase y a intentar darle sentido a lo que sería la nueva experiencia pedagógica. Obvio, tengo tiempo para eso, no tengo hijos, aunque en este momento de mi vida mi rol con mis papás es bastante paternal y gran parte del día se me va en apoyarlos. A ellos tampoco les ha sido tan fácil adaptarse a la EPS virtual, al banco virtual, a la declaración de renta virtual, a entrar a las clases de Zoom y lograr hacer que los vean y los escuchen, a todo eso.
Pero, según recuerdo, esta no es la primera vez que me enfrento a dictar clase en una situación de crisis. Pienso en una experiencia (no comparable en términos de tiempo) que tuve hace varios años. Un jueves, en el año 2009 o 2010, yo estaba dictando clase en una empresa multinacional de las que producían cigarrillos. Mi alumna se llamaba Claudia y su oficina estaba justo al lado de un parque en la 97 con 9, en Bogotá. Ese día cerca al medio día fueron detonados al tiempo en la ciudad 6 petardos, uno de ellos, precisamente, junto a la ventana de la oficina de Claudia, 6 pisos abajo. Estábamos en medio de clase cuando sentimos un golpe muy fuerte y una onda que sacudió el edificio. Por un momento todo se detuvo; no entendíamos exactamente qué estaba pasando. Claudia estaba escribiendo sobre un papel que yo había traído a clase preparado meticulosamente. Yo esperaba sentado al otro lado del escritorio mirando hacia la ventana.
¡Pum! La gente en el pasillo comenzó a correr. Desde la oficina logré ver que algunos curiosos se acercaban a la caneca de basura en la que había estado escondido el artefacto en el parque. Dos personas que minutos antes habían estado caminando sobre el pasto yacían tiradas en el suelo. Una de ellas se puso de pie lentamente, la otra tardó más tiempo en volver en sí. Mientras la gente de la oficina se empezó a acercar temerosa a la ventana a ver qué sucedía, yo le pedí a Claudia que no se detuviera.
–Termina con el examen– le dije. Y ella siguió escribiendo.
Así estuvimos unos minutos más pero la tensión se empezó a acumular. Ya era evidente que lo que sucedía no era algo pequeño. Las sirenas de las ambulancias se hicieron cada vez más fuertes y todas las ventanas de todas las oficinas del pasillo estaban ahora abarrotadas de empleados queriendo ver qué pasaba. Aún así, mi objetivo era seguir con la clase y mantener la normalidad de la lección, del día, del trabajo.
–Ya no puedo más teacher– me dijo Claudia un poco desesperada y se levantó del puesto. –¡Acaba de explotar un petardo aquí al lado y yo no soy capaz de seguir haciendo un quiz!
No es esta la primera vez que intento recordar y escarbar en mi cabeza para intentar entender por qué reaccioné así en ese incidente. Así como esa reacción –la de seguir en el quiz– se me hace bizarra, también se me hace extraña la de querer aferrarme a la normalidad y querer continuar a toda costa en medio de la pandemia. Se me hace raro aunque no me arrepiento de hacerlo porque la virtualidad y trabajar desde casa me ha servido para hacer montones de cosas: videos para mi canal de Youtube, podcasts, textos, talleres y cartillas para las clases, de todo un poquito en medio de lo que la capacidad me da. Además de eso, tampoco me ha faltado el trabajo como traductor.
Pero sigo preguntándome de dónde viene ese bizarro compromiso con la estabilidad. Una de las posibles causas es el Refous, el colegio en el que cursé mi educación primaria y secundaria. Estudiar allá implicaba no tener excusas. La mayoría de las veces la respuesta a las excepciones que uno planteaba era simplemente “no se puede”. Había que ir siempre los sábados bajo la amenaza de la suspensión o el castigo. Debíamos cumplir con la presentación de los trabajos a tiempo. Teníamos que salir a almorzar con la segunda campanada exactamente y no con la primera. Si nos dejaba el bus en Bogotá teníamos que llegar al colegio de alguna forma a Cota. Nos tocaba llevar el uniforme de educación física el día que era, del color que era, no se podía hablar a destiempo, ni silbar, ni hablar cerca de los Jeangros porque eso podía terminar en castigos tremendos, gritos, regaños, y demás. Eran cosas que teníamos que hacer, objetivos para cumplir sin saber tampoco muy bien por qué.
Ese entrenamiento dejó instalado en mí tal sentido de la responsabilidad que ahora no me permite pensar en prórrogas o extensiones individuales para trabajos o exámenes. Ni tampoco puedo sentir que cuento con el derecho de derrumbarme en medio de tales situaciones extremas.
Y por eso mi actitud ante la pandemia ha sido la de seguir adelante. He continuado transformando mis clases y el contenido hacia la virtualidad. Me convertí en YouTuber, aprendí a hacer videos con presentaciones PowerPoint, he aprendido a contar historias para mis lecciones de inglés y he explorado las aplicaciones que Laura me ha recomendado para clase. A veces me ha funcionado y a veces no, pero siento que, ante todo, este tiempo frente al computador encerrado en casa soñando con el afuera me ha servido para descubrir muchas cosas que me gustan como profesor. Esta es, incluso, la primera vez que escribo sobre eso en todos estos años de trabajo.
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