Hace algunas semanas mi mamá me pidió que desocupara su computador viejo, ya le consiguió cliente. Ese computador es un Sony Vaio que trajo de Canadá en el 2009. El pobre ya no tiene batería y se le apaga con frecuencia, pero ella piensa que le puede servir a alguien.
Hace unos años a ese chéchere envié toda mi información antigua para tener una copia de seguridad. Ahí conservo montones de fotos, carpetas con la tesis de artes en pregrado y algunos archivos de la tesis de maestría, los documentos más viejos que coleccioné después de que terminé la universidad y todas las fotos y documentos que traje de Chile, archivos en formato Corel que probablemente nunca volveré a abrir, fotos de mi época en Inglaterra y montones de música descargada del internet en archivos mp3 que no he vuelto a escuchar.
Antes de empezar con la labor no me imaginaba que la tarea sería tan grande. Sin embargo, el trasteo resultó no ser algo fácil. Terminé pasando unas 15 horas (y aún no termino) organizando archivos en carpetas, seleccionando entre lo útil, lo de borrar y lo importante, y trasladando lentamente entre el computador viejo y el nuevo la información. Mi objetivo es migrar, finalmente, toda esa información (en muchos casos repetida) a la Tera de seguridad.
En una de esas transacciones me encontré con una carpeta con nombre My received files. Allí apareció una serie de fotografías en blanco y negro que Juliana, la novia de mi amigo Alejandro, había tomado una noche en que íbamos a ir a una de las fiestas de Halloween que hacía Oscar Ayala en su laberíntica casa. Las fotografías mostraban un escenario preguerra (antes de la gran pelea que tuvimos Willi y yo en 2010 que nos llevó a no hablarnos por dos años), en las que Alejo, Willi y yo aparecíamos improvisando. Yo llevaba un esqueleto y una peluca negra de los sesenta (un regalo de una amiga italiana de Carlos) e intentaba actuar sorprendido mientras Alejo atacaba a William con un gancho para cortar carne.
Me quedé viendo las fotografías por un rato. Me sorprendió (como siempre me pasa) lo delgado que aparecía en ellas. Me dieron ganas de tomarles pantallazos para enviarlas de una al Instagram, pero preferí terminar lo que estaba haciendo y dejar lo de las fotos para después.
Al día siguiente, emocionado, intenté encontrar las fotos de nuevo pero la carpeta pero había desaparecido. Entrada la noche, después de esculcar en todos los rincones del Vaio, me topé con ella en la papelera de reciclaje. ¿Cómo llegó ahí? No se. Para evitar una nueva pérdida envié la carpeta al computador nuevo y la guardé en una sección donde pudiera acceder a ella cuando quisiera, y así poder compartirlas con mis amigos.
En la noche, cuando quise pasar las fotos del computador nuevo al correo electrónico y así poder pasarlas al WhatsApp, las fotografías habían desaparecido por segunda vez. Y no las pude volver a encontrar. Ya no existen en ninguno de los dos computadores las imágenes del Sergio sonriente, de mis amigos dramáticos, ni la carpeta entera.
¿Por qué volvieron a desvanecerse las fotos? No lo he podido descifrar. De lo que sí estoy seguro es que no son solo fotos viejas lo que he perdido últimamente. También se me ha desvanecido la capacidad para recordar desde el año pasado. Cuando en medio de una conversación intento traer a colación el nombre de una persona, el significado de una palabra, un término que corresponde a una definición, no me llegan. Me consuelo pensando en que tal vez esos atolondramientos momentáneos son el resultado del estrés acarreado por un año pandémico eterno.
Tanto trabajo, tanto encierro, tanto estrés, tanta muerte tienen que dejarle a uno alguna secuela. Algo tiene que irse perdiendo de a poquitos para que podamos seguir adelante. Por alguna razón que aún no me cuadra muy bien las fotos del gancho para carne tenían que desaparecer, sin importar qué tan frustrado eso me haga sentir. Estoy seguro de que por alguna razón se esfuman los datos que en su momento parecen importantes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Hola, ¡por favor comenta!