miércoles, 6 de julio de 2016

El inicio de todo (el beso y el loco)

Mi novela empezó por allí. Un accidente que sucede justo en el momento en que los dos protagonistas se dan un beso y ahí comienza, o se acaba, la historia. También en el momento en que una familia se arranca para Bogotá.

­         –A mi marido le dio la perra y empacó las cosas –una abuela narra mientras teje—, consiguió camiones y nos vinimos. Cuando el último de mis nietos nació, Alberto echó todo lo que pudo en el camión y nos fuimos. Encima de todo, sentados en los asientos del comedor venían los niños.

La novela continúa con el relato inicial que no se desvanece: cuando tenía quince años Alejandro estaba muy enamorado pero no era correspondido. Durante meses el moreno le pidió a su mejor amiguito que se ennoviaran, que tuvieran algo, que lo dejara quererlo pero el otro niño, el rubio de ojos miel, lo rechazaba. Se llamaba Augusto. La abuela le contó a Graciela que ese nombre lo escogió por el párroco.

–El padre Augusto fue a visitarme después de que el niño nació y me dijo “póngale mi nombre, Aura”. Ese día tuvimos una fiesta, había gallina, carne desmechada, patacón. Me acuerdo de todo lo que cocinamos. Estábamos coma y coma y ahí estaba mi marido.

Hace 10 años fui a tomarme unas cervezas con Alejandro y de ahí saqué el relato. No estoy muy seguro de por qué se dio ese encuentro. Simplemente nos vimos porque habíamos hablado y salimos a conversar porque él trabajaba cerca de donde yo vivía. Fuimos a una casa donde había una comilona, también gallina, y me contó la historia de Augusto. Resulta que por fin, después de muchos intentos, Alejandro había conseguido que su objeto amoroso lo aceptara y empezaron a tener “un cuento”. Sin embargo, en su primer encuentro como pareja, mientras iban caminando por una avenida de Bogotá, un camión perdió los frenos y se les vino encima a los despreocupados adolescentes.

Mi novela empezó por allí. Por ese instante en que los dos personajes comienzan a amarse y son víctimas del destino fatal. Augusto estuvo 15 días en coma mientras que a Alejandro no le sucedió nada. Cuando Alejandro llegaba a la pieza donde cuidaban a Augusto, este último –loco y casi inválido— le gritaba “quítese de ahí que usted está muy ancho”.

–Es que Alejandro estaba muy gordo –comentaba la abuela—.

Después los dos chicos se alejaron y no se volvieron a hablar nunca.


lunes, 9 de mayo de 2016

Pensamientos recurrentes (el inicio de todo)


Compré dos tintos, uno para mi y otro para Antonia. El mío lo rellené de azúcar porque es la única forma en que me soporto el amargo sabor de la bebida nacional. Tenía la esperanza de que ese cafecito de máquina me quitara el sueño y el frío y disipara de mi cabeza las preguntas que no dejaban de atormentarme: ¿será que todos estos años fuimos muy duros con el primo? ¿Será que no fuimos lo suficientemente benévolos con Pablito porque utilizaba mentiras para sacarle plata a personas allegadas y robaba elementos de las casas de personas de la familia? ¿será que no fuimos lo suficientemente justos por aquella ocasión en la que llamó a la amante del tío Pepe para calumniarla? ¿será que todos estos años estuvo completamente loco y nosotros no nos dimos cuenta y lo juzgamos mal?
Dejé de pensar en todos esos bochornosos incidentes cuando Antonia, la ex de mi primo me contó la aventura que fue traerlo de vuelta a Bogotá. Tuvieron que engañarlo con una reunión familiar y promesas de dinero para llevarlo hasta la clínica Santa Rosa. Eso fue el último recurso que tuvo Antonia para ahorrarle problemas a su ex familia política y evitar que Pablito saliera herido en otro intento de suicidio.
Pablito está separado de Antonia, y es ella quien se encarga de Ángela Rafaela, la hija de 10 años de los dos. Antonia y Pablito vivieron juntos hasta hace cinco años y ocuparon un apartamento en el barrio Santa Sofía después de que se casaron y hasta que tuvieron a su segunda hija. La otra, Carmela, la mayor, murió hace dos años en enero.
Antonia y Pablito se casaron en el lote que ocupa hoy la torre Horizonte. Allí fue la recepción, en la antigua Casona de los Andes, un club para gente muy pudiente de Bogotá. Antonia me explicó esa casa estaba en la esquina nor-occidental de la intersección de la Avenida Caracas y la calle 69. Recuerdo haber caminado muchas veces por esa esquina pero jamás me hubiera imaginado que ahí hubiera quedado ningún club ni ninguna casona, ni los jardines, ni los carros caros que me contó Antonia que se parqueaban al frente todos los viernes por la noche.
Antonia interrumpía los sorbitos del café y las historias de su matrimonio para recordarme que al primo lo trajeron a Bogotá como si fuera un niño: accedió inmediatamente con las excusas que le dieron y no más llegaron a la ciudad lo internaron. Aceptó quedarse ahí porque su ex mujer estaba con él y a condición de que le dieran un refresco. La pobre ex hablaba con resignación y no se atrevía a dejarlo solo a pesar de que con él solo compartía el compromiso hacia la hija en común y el eterno dolor por la otra hija muerta. También me contó que esta vez lo vio y no lo reconoció porque parecía haberse borrado, casi no mostraba emociones y estaba mucho más acabado que lo que recordaba. Luego continuó hablándome de ella y de su vida como quien encuentra tema para evadir lo obvio e inevitable. Sus papás llegaron a Colombia con sus dos hijos en el año 58 y vivieron un año también en el barrio Santa Sofía antes de irse a administrar una finca cerca de Bogotá. Luego cuando volvieron a la ciudad sus papás emprendieron la administración de la Casona de los Andes, hasta que la junta directiva decidió venderle el lote a los constructores de la Torre Horizonte.

martes, 3 de mayo de 2016

Pensamiento recurrente (visiones del pasado)

Cuando la gente se muere desaparece para siempre, aunque aquello que observo en el sombrero es una mancha de sudor de su dueño original, un hombre fallecido. El sombrero tiene la forma de la cabeza del abuelo y cuando me lo pongo, flota; llega a cubrirme los ojos y no se sostiene ni con las orejas. Cuando lo uso no siento miedo ni rabia, solo me entra un poco de curiosidad y melancolía.
–Me han dado el mejor regalo, –dijo el abuelo antes de despedirse–. Me han entregado el tiempo y el dinero para hacer lo que quiero y ahora debo marcharme. Por eso partió. Su partida generó en mi un vacío, una alarma que se encendía con el vértigo producido por la visión de alguien similar a él.
El año pasado, después de que se alejó, lo vi en la calle con el sombrero, pero aquella vez era bajito y gordo y su apariencia era más parecida al personaje de las fotografías. En ese momento no estaba tranquilo porque estaba ocupando el tiempo en hacer dinero o en construir una vida como el resto de la gente. Para él todos podrían ser lo mismo.
Con el tiempo esa mancha en el sombrero se convirtió en una obsesión para mi porque era una huella mucho más fuerte que el olor en las camisas o la voz en los videos que conserva la familia: aún mantiene algo de su cuerpo. En otra ocasión vi a un tipo en la calle que hablaba sobre lo aburrido que era ahora ir a los bares de moda con los parroquianos de Bogotá y se extendía en una historia que yo sentía que ya había escuchado.
–El sábado vi a Ariel en el bar, al primero, al Ariel de hace varios años. –Le comentó el hombre similar al abuelo a su acompañante–. Por mi vida empezaron a rondar rumores de virus otra vez y cuando eso sucede Gregorio y él regresan a atormentarme los pensamientos. Ariel también es muy grande y fue el culpable, según Gregorio, de su enfermedad. A él, a Ariel, yo nunca lo conocí. Nunca hablé con él y nunca lo había tenido frente a frente antes del desastre. No había sabido cómo era en carne y hueso y para ser honesto siempre me sentí complacido de que así lo fuera.
Lo miré y lo escuché con atención hasta que terminó, su rostro se me hizo familiar y quise comprobar que su presencia correspondía con las fotos que había visto hacía varios años en perfiles en línea: era alto como yo y tenía un abrigo negro, también tenía la nariz respingada y era calvo. Además, aquel personaje que hablaba y reía tenía también una mancha, algo como un cambio de color en la tela de su vestido. La mancha en su ropa era un puente entre él y yo, entre nosotros y esa persona que aún existe en las fotografías.
Intenté lavar el sombrero para utilizarlo pero en esa mancha aún está el ADN del abuelo, en cierta forma él está aún ahí. Todo lo que tenía, las cosas que poseía, los objetos que apreciaba fueron repartidos entre otras personas, amigos, familiares, beneficencia. Así fue que obtuve ese sombrero gris que está detrás de mi puerta y que he intentado ponerme en un número de ocasiones aunque no me queda. Me lo he ganado y por eso ahora me siento a escribir esto. Por eso ahora transcribo conversaciones con putas, con travestis y con artistas.

lunes, 28 de marzo de 2016

La solución a todos los problemas


El sábado fui a tomar café con Julio y quedamos de encontrarnos dentro de una estación de Transmilenio. Cuando lo vi me hizo un gesto con la mano en señal de espera: estaba hablando con su hermana por celular. La conversación, que escuché queriendo sin querer, consistía en un tire y afloje suplicante en el que Julio intentaba a toda costa tranquilizarla.
–No le vayas a contar a mi mamá –decía la voz que caminaba a pocos pasos a mi lado–. Ya sabes que a ella no le cae bien Federico. Si de todas maneras quieres hablar  con él es mejor que se vean en un lugar neutro porque si se ven en la casa eso no se va a poder, ya sabes como es mi mamá. Si en serio piensas discutir con él no puede ser ni en la casa de mi mamá ni en la suya. Si van a verse es porque tú necesitas que te escuche.
Julio me había explicado antes que Federico le había puesto los cachos a Sandra en una ocasión y que por eso la suegra no lo estimaba mucho. Aún así la hermana lo había perdonado y me imagino, por el nivel del escándalo telefónico y el drama, que la traición había sucedido de nuevo. La voz femenina al otro lado del teléfono siguió dando una perorata de quejas y cuestionamientos que alcanzaba a oírse desde la lejanía. Oí por varios minutos como Sandra intentaba desenterrar con desespero un poco de consuelo de entre las palabras afanadas de su hermano.
–En este momento no puedes hacer nada –le aseguró Julio con voz de autoridad y ternura–. Es mejor que esperes hasta mañana y ahí le hablas y le dices que se vean, pero no ahora y no en la casa porque mi mamá se da cuenta. Con eso Julio logró que la algarabía de Sandra disminuyera y antes de colgar terminó de darle la última instrucción y la más certera: –Acuéstate. Mejor acuéstate y duerme.
Sandra dejó de hablar, colgó y por un instante yo también sentí la convicción de que dormir de la noche a la mañana hace que desaparezcan los problemas.


domingo, 27 de marzo de 2016

Estas palabras no son para tí


Desde que llegué de Inglaterra hace 12 años aprendí que las personas en mi vida tenían una fecha de llegada y una fecha de salida y que seguramente el periodo entre las dos no sería muy largo. Comprendí viendo aparecer y desaparecer rostros que a la gente tenía que quererla con fuerza y hacerla sonreír con intensidad porque más tarde que temprano iban a desaparecer. Desaparecieron amigos, amantes, familiares, compañeros. Toda una suerte de personas a quienes no pude retener aunque deseara que se quedaran a mi lado. Y aprendí a vivir así. Y así me quedé, queriéndolos y viéndolos partir. Cada vez con menos esperanza y con menos dolor.

jueves, 10 de marzo de 2016

La verdad acerca del mundo digital (no me abraces que estoy asustado)

Don't hug me I'm scared
Partes 1,2,3 y 4 aquí.
¿Se acuerdan de los horrorosos personajes de Don’t hug me I’m scared? Pues volvieron y esta vez se enfrentan al gran dilema de comprender que sucede en el Internet y dentro de la esfera de lo virtual, o sea en el mundo digital.

¿Cuál es la cosa más grande del mundo? Es la pregunta que los lleva a la travesía en la que descubren las verdades más impresionantes de todo aquello que ahora fluye y tiene vida propia en las comunidades dentro de las redes de computadores. Tal  vez, si le dan play a la cuarta entrega de la saga de cortos más bizarros del planeta, entiendan lo que ellos descubren o se sientan identificados con las emociones que surgen en el pato, el trapero y el globo, cuando llegan al centro del internet y descubren las posibilidades tremendas que este les ofrece.



lunes, 7 de marzo de 2016

#Chile: Entre la cordillera y el mar, entre Neruda y Allende. Miguel Littín clandestino y sus documentales

La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile para mi fue un viaje. Su lectura es una travesía entre el mundo y Santiago, entre el ahora, 1985 y una época que comenzó con el golpe militar en Chile, entre yo y mis recuerdos. Leer ese libro fue conocer y reconocer los testimonios de una época inquietante y volver a escuchar en palabras de muchos desconocidos las historias que leí en libros, que me contaron en reuniones, que me narraron los amigos y que la Berta me contaba mientras tomábamos tecito en el comedor de su casa y mientras recordábamos al Alamiro y al Faruk.

De la serie de episodios todos me parecieron fascinantes, sobre el primero y el segundo ya había hablado en la entrada anterior: el primero, por la entrevista al militar torturador, por la opinión de los miembros del gobierno, por la vista de un Santiago familiar y desconocido. El segundo porque las historias del norte, del desierto y de la pampa salitrera, eran historias que leímos en cartas con la Berta y que se vieron alimentadas ahora por las imágenes en movimiento.

viernes, 4 de marzo de 2016

Acta general de #Chile: el impresionante documental de Miguel Littín (partes 1 y 2)

Gabriel García Márquez, Geraldine Chaplin y Miguel Littín
En 1985 el director chileno de cine, Miguel Littín, regresó a Santiago para filmar de forma clandestina la realidad de su país durante la dictadura. Littín figuraba en la lista de 5000 personas que tenían prohibido regresar a su tierra y por eso cambió de forma de vestir, de hablar, de forma de peinar y se puso gafas para cambiar la mirada. También adoptó una nacionalidad falsa nueva para poder recorrer Chile sin que lo pillara la seguridad de la dictadura. Posteriormente le contó toda la anécdota a García Márquez, quien publicó un libro que luego se publicaría y se convertiría en un best-seller.

Yo no sabía que ese libro existía y lo encontré hace pocos días rebuscando en una feria artesanal aquí cerca de la avenida Suba. Estoy a punto de terminar de leerlo y he visto ya dos de las tres partes del documental. En ellos Littín incluye imágenes de todo Chile en 1985 y entrevistas a personas que vivían y actuaban en medio de la más ardua de las represiones sociales y políticas. Los chilenos, exiliados internos y externos, le hablaron a Littín sobre la desaparición y la detención, sobre el hambre y la pobreza que trajo la dictadura para los trabajadores y la clase más baja. En el documental también aparecen funcionarios de la dictadura, políticos, activistas, trabajadores, vecinos, todos contándole a la cámara sobre un país y una situación en común.


miércoles, 2 de marzo de 2016

Miscelánea de asuntos de la mitad de la semana (Plazas, calles, parques aquí en Bogotá y en Santiago, risas y sonrisas y hasta un río)


  • Comencé a leer La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile y hasta ahora me ha gustado mucho. García Márquez sigue ejerciendo sobre mí una fascinación hipnótica; cuando lo leo siempre me siento melancólico, como si estuviera accediendo a un portal a un mundo añorado y querido. Este libro es sobre Santiago y eso tampoco me deja avanzar muy rápido: constantemente tengo que buscar las referencias geográficas, sacar cuentas de fechas, leer sobre los eventos históricos y contrastarlos con mis propios recuerdos. La mitad del libro también he tenido que leerlo en voz alta para sacar de mi cabeza las voces de los viejos amigos chilenos.
  • A P. le terminó gustando la historia que le llevé a clase de Flannery O’connor. Su reacción fue como yo me la esperaba: sorpresa por el final del cuento del niño que regresa al rio después de oír que el reino de Cristo estaba en el fondo. Le aconsejé que leyéramos otra.

miércoles, 17 de febrero de 2016

Miscelánea de asuntos de la mitad de la semana (Ferro, robos de celulares, Hemingway y más)

  • Ya son tres las personas a quienes conozco que les han robado el celular durante este último mes. Al viejo Wilson le robaron uno recién comprado, a la Connie un señor en una bicicleta le rapó el suyo y le causó una herida en el rostro y al pobre de Ari ayer le sacaron el Xperia del bolsillo en el Transmilenio, casi nuevo también. Da tristeza vivir en una ciudad donde tener un celular lo pone a uno en la mira de los raponeros y los cosquilleros. No quiero decir que una medida de protección sea comprar un celular no tan caro –porque me parece aburrido tener que limitar lo que uno quiere porque eso puede atraer ladrones— pero eso parece ser una solución. También detesto que cuando a uno lo roban la gente dice que fue porque uno “dio papaya” porque eso le quita la responsabilidad a los ladrones. Ellos son los que roban y cometen un crimen y le hacen a uno daño. Es cierto que uno tiene que cuidarse pero no puede estar uno disculpándolos. 
  • Esta semana volví a leer sobre el experimento del psicólogo Arthur Aaron  y volví a repasar las primeras preguntas de su test. No leí más porque francamente pienso que voy a hacer la prueba con alguien a ver si es cierto. La primera pregunta que el doctor Aaron hace es: si usted pudiera tener a alguien como invitado a cenar ¿a quién sería? Me puse a pensar y decidí que quería tener a un escritor para tomarnos unas copas y escucharle los cuentos y después de sopesar algunos pensé que mi clase de loco sería Hemingway. Ayer cuando iba caminando a clase, ¡oh sorpresa! Pasó un señor exactamente igual. Me quedé viendo al vecino y cuando pasó a mi lado le dije: “Bye Mr Hemingway”. El señor me miró pero no respondió. 

viernes, 12 de febrero de 2016

Vivir con dolor

Las últimas reuniones que he tenido con mis amigos de la universidad se resumen en gran parte en una cosa: conversaciones que contienen recuentos de dolores y enfermedades. Alejo tiene un problema con la ciática, William está con una rodilla dañada, Camilo tiene la espalda fregada y yo no puedo caminar bien porque tengo un espolón en el pie derecho y porque le pegué una patada a una mesa con el dedo chiquito del pie izquierdo. Conversar con los amigos se ha vuelto una retahíla de consejos y anécdotas sobre cómo curar los dolores, cómo mitigar el cansancio y de risas porque, a pesar de no haber empezado los cuarenta, ya parecemos viejos.

Yo aún guardo la esperanza de volver a caminar como loco en las noche siguiendo aventureros y de poder recorrer los museos, los parques y las plazas de Bogotá por horas horas como lo he hecho siempre. Bueno, tal vez no pueda volver a exigirle eso a mis pies pero si podría volver a caminar simplemente sin dolor, sin hacer caras y sin quejarme. La terapista me dijo que si hacía las terapias el dolor del pie derecho se me pasaba y el ortopedista dice que para que se me arregle el dedo chiquito tengo que esperar seis semanas. Esas lesiones se demoran en sanar y no hay nada que se pueda hacer porque el dedo no está roto, solo resentido. Además ya no estoy hecho de goma como hace 10 años cuando uno podía exigirle al cuerpo cualquier cosas y no le dolía nada y cuando recuperarse de cualquier lesión era cosa de un día para otro. A mi ni siquiera me importaba mucho que me rompieran el corazón porque ese se sanaba a punta de guaro y de baile. ¿Una gripa? Salga a dar una vuelta y ríase hasta el cansancio que con eso se le pasa.

Ahora la maleta la tengo llena de pastillas para desinflamar y para calmar el dolor, me siento con frecuencia y utilizo plantillas. Me cuido de no pasar mas de dos horas sentado escribiendo porque luego me jodo la espalda. Sin contar que si descuido la tiroides me da taquicardia y cansancio y me dan ganas de llorar y de todo. Pero eso ya es otro cuento. Algunos que me leen me tildarán de superficial y me dirán que hay gente que vive con cáncer y con enfermedades crónicas más dolorosas y que no se quejan ni lloran tanto.

Y seguro tienen razón.  Pero en seis semanas volveré a mirar a mis pies y espero que ya no me duelan tanto. Ya hoy no me duelen tanto. Espero dejar las conversaciones acerca de las dolencias y espero reírme con las bobadas de siempre. Espero no vivir tanto con el dolor al que me he acostumbrado por estos últimos tres meses y volver rutina las punzadas.

Juventud bendito tesoro.