La semana pasada mi jefa me mandó de trabajo a Bucaramanga. No conocía la
ciudad y los pocos amigos que tengo que son de allí no suelen viajar en esta
época del año. Por eso las perspectivas de tener a alguien que me acompañara a
comer o dar un recorrido por la ciudad eran nulas. Sin embargo, el viernes en
la sala de abordaje –después de terminar de revisar la última documentación que
me faltaba para iniciar el trabajo el lunes— divisé de pie frente a mí,
observando los aviones que despegaban y aterrizaban, a Bernardo.
Armando, el taxista, me dejó en el aeropuerto y después de hacer todos
los trámites necesarios y de un día de apuro alistando maleta y estudiando me
senté en la sala de espera a terminar de revisar las guías para el proceso.
Estaba bastante ansioso así que no logré concentrarme por lo que decidí cerrar
el computador y me dispuse a ver por la ventana los aviones que aterrizaban y
despegaban. Levanté la cabeza para hacer esto cuando el arquitecto apareció en
mi campo de visión vestido de blanco.
Bernardo es bumangués y fue profesor mío en una clase de escultura cuando
yo estaba en tercer semestre en la escuela de artes de la Nacional; es especialista
en arquitectura y tecnología, Internet y ambientes virtuales. Durante esa época
Bernardo nos dio a mi grupo de escultura y a mí algunas lecciones de Rhinoceros
y otros programas de modelado digital.
Durante mi época de universidad fue muy poco lo que interactué con él. Cuando
la clase de escultura se acabó, nuestra relación se limitó a los saludos y
despedidas esporádicas en los pasillos de la facultad de arquitectura y la escuela
de artes. Varios años después –ya cuando
yo había vuelto de Chile y cuando Bernardo estaba comenzando a estudiar en Berlín—
nos encontramos por alguna red social y comenzamos a charlar, luego nos
encontramos en Bogotá y pude comprobar que seguía hablando de forma pausada, explicándolo
todo con tranquilidad, siempre como si estuviera dando clase y vigilando que
todos hubieran entendido. Cuando él regresó de Alemania nos encontramos a tomar
café y lo acompañé a hacer un par de vueltas, incluso, me ayudó con una
recomendación para entrar a la maestría. Fueron recurrentes los cafés que tomé
con él en el Juan Valdez de la 73 e incluso, a partir de una conversación que
sostuve con él hice una caricatura para mi otro blog.
Dejamos de frecuentarnos y después tan solo recuerdo habérmelo encontrado
caminando por la carrera séptima en un par de ocasiones. Sin embargo no charlamos
ni nos vimos más sino hasta el viernes cuando lo vi, de pie frente a mí, observando
los aviones que despegaban y aterrizaban.
Me acerqué a Bernardo y lo saludé, Nos quedamos hablando hasta que nos
llamaron para abordar, sorprendidos de habernos topado en ese vuelo
precisamente. Mientras esperábamos en la fila, Bernardo se encontró con un antiguo
compañero de trabajo de apellido Arciniegas (u otra cosa). Se saludaron e intercambiaron algunas palabras
formales. El señor Arciniegas y su esposa continuaron hacia el interior del
avión y Bernardo y yo esperamos a entrar casi al final. Bernardo estaba sentado
en la fila 8, y yo, según lo que recordaba estaba sentado en la fila 21A.
Debido a que la azafata me quitó el pasabordo antes de abordar no pude
estar seguro del número de la silla que me correspondía y como la gente de la aerolínea
no tiene ese tipo de información a la mano pues me tocó irme hasta la parte de atrás
y sacar el computador y encontrar el pasabordo digital para darme cuenta de donde
me tenía que sentar. Cuando llegué a sentarme, Oh sorpresa, mi silla estaba
junto al señor Arciniegas y su esposa. No podía esperar a bajarme y contarle a
Bernardo la gran coincidencia. Me reí por eso los cuarenta minutos del vuelo
pensando lo conveniente que hubiera sido que me los hubiera presentado.
El arquitecto y yo terminamos compartiendo un taxi hasta Bucaramanga, nos
despedimos con la promesa de vernos durante la semana. Yo me quedé en mi hotel
y dos días después, cuando el cansancio de los talleres me lo permitió le di
una llamada. Esa noche me acompañó a cenar y luego me tomé la última cerveza en
uno de los cafés favoritos de Bernardo en una parte muy animada de la ciudad.
Allí, Bernardo aprovecha para trabajar al aire libre, revisa exámenes o a pasa
notas al sistema de la universidad.
El lugar no siempre fue un restaurante. Según Bernardo antes era una
especie de tienda donde iban los jóvenes bumangueses a compartir o a pasar el
tiempo o a tomarse una cerveza. Él lo describe como un “american store”, lo
cual supongo que implica que tendría neveras de donde tomar las cervezas pero
no existía atención a las mesas. Me dice que el lugar le gustaba por eso, por
la sencillez del sitio, por el público joven y jovial. Me decía que incluso
ahora, cuando el lugar ya no es más esa tienda y se ha convertido en un restaurante
semi-elegante le sigue gustando el ambiente juvenil en el que él a veces es el más
adulto del lugar.
Ese comentario me hizo recordar la historia de ese señor que se llama (o
se llamaba) Jairo, el cincuentón extraño que conocí en el Juan Valdez que había
antes en la 142 con doce. Un día salía de dictar unas clases en la oficina que
tenía la empresa en la que trabajaba en la 142 y cuando iba caminando hacia la
novena se soltó un aguacero tremendo. Lo único que pude hacer fue buscar refugio
en ese Juan Valdez, pero cuando entré estaban todas las mesas y las sillas
ocupadas excepto una, en la mesa que ocupaba el cincuentón fumador de gafas,
flaco y cuasi calvo.
Después de comprar el café le pregunté al señor si me podía sentar con
el debido a la deficiencia de espacio. Permanecí sentado acalorándome un par de
minutos cuando la conversación inició. Hablamos de todo, Me contó de su vida, que
era viudo, que tenía un hijo que no era propiamente suyo sino de su cónyuge
muerto. Que era contador y que ahora era pensionado y trabajaba como
administrador de un conjunto residencial. También me contó que tenía un novio
de 19 años y que su hijo no estaba muy de acuerdo con esa relación.
Según Jairo, el muchacho con el que estaba saliendo era tan solo un
joven que no le ofrecía gran estímulo intelectual y no podía esperar para
terminarle, además vivía lejos, en Soacha o algo así pero él no quería herirlo.
Le pregunté cuanto tiempo llevaban saliendo y a pesar de que esperaba que me
dijera que unas cuantas semanas me respondió que diez meses. Le pregunté si eso
era algo que había sentido últimamente o si eso era algo de todos los diez
meses, se hizo el idiota y nos reímos por lo intrusivo de mi pregunta. Al final
me dijo que sería mucho más interesante estar con una persona como yo,
inteligente, artista, viajero, etc.
Con visitas recurrentes al lugar me di cuenta que el señor utilizaba la
misma estrategia para hacer charla con los jóvenes que pasaban sus huecos
universitarios en el Juan Valdez y por eso, los conocía a todos. También vi un
día al famoso novio y nos presentamos.
Bernardo y yo nos reímos con el cuento de don Jairo y por esa noche
dejamos así. Me despedí y me dirigí a tomar un taxi después de que amainó la
persecución de la policía a los grupos de adolescentes fans del atlético
nacional, quienes habían estado causando destrozos después del partido con el River.
(...)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Hola, ¡por favor comenta!