Cuando estábamos pequeños mis papás solían mandarnos a mi hermano y a mí
a pasar navidad en Tuluá. Nos quedábamos una semana donde la hermana de mi
abuela, mi tía Elvira, quien vivía con su esposo en un apartamento que quedaba
en un segundo piso en la calle 33a. En la parte de atrás del apartamento,
contra el solar, estaba la cocina de paredes azules junto a la habitación matrimonial
a la que ni mi hermano ni yo teníamos permiso de entrar. Junto a esta
habitación había otra más pequeña, pero allí yo no entraba porque estaba
colgado un cuadro inmenso del sagrado corazón que me aterraba y un closet de
madera enorme en el que, según mi hermano, vivía el coco. Esta situación nos
dejaba confinados a mi hermano y a mí al último cuarto disponible de la casa:
el cuarto de la máquina de coser. Ese cuarto tenía un balcón que daba a la
calle y allí mi hermano y yo pasábamos gran parte de las vacaciones.
En Tuluá se estilaba que para la navidad se pintaran las calles. Los
jóvenes y los adolescentes bocetaban y coloreaban el asfalto con figuras
alegóricas, mientras que los mayores aportaban materiales, bebidas, galletas o
postres y se reunían a charlar. Desde el balcón, un siete de diciembre mi
hermano y yo, que tendríamos máximo unos nueve y seis años los observábamos
hipnotizados en su danza pictórica. Los mirábamos anhelando salir a
arrodillarnos a pintar esos muñecos impresionantes que parecían nacer de la
mitad de la calle, por el lugar que debían ocupar los carros.
En un momento la labor de pintura se volvió caótica. Los
muchachos comenzaron a correr y hablar entre ellos angustiados.
Debían terminar de pintar la calle completa lo más pronto que fuera posible
porque venía la procesión. Algunos de ellos pintaban frenéticos mientras otros
en comisión corrían a hablar con el cura, con el obispo, con los cargueros para
intentar convencerlos de que desviaran su curso pero los esfuerzos fueron en
vano. Ni los curas ni los feligreses se iban a detener ante la pintura fresca.
En menos de diez minutos María la virgen, Jesús, José y otras estatuas cargadas
en hombros pasaron por encima de la pintura y atropellaron a papá Noel, a la
campana navideña y al violín vestido con guirnaldas. Los tres indefensos
yacieron mudos bajo los pies de los feligreses esperando que la procesión
pasara, a tan solo unos metros de la casa de la tía Elvira, desde donde
nosotros observábamos impotentes.
La procesión pasó sin contemplaciones arrastrando el trabajo de los
muchachos, pisoteando la pintura que no se logró secar a tiempo. Los pies de
los fieles, las sandalias, los zapatos, las túnicas y las sotanas quedaron
manchados del color de la navidad y al final, todos, uno a uno, artistas y
feligreses desaparecieron bajo la sombra del atardecer. La tía Elvira regresó
después de la procesión y nos dio arepas con queso, de las que solo ella sabía
hacer.
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