Me encontré con C. Lo vi desde la ventana del Transmilenio y cuando salí
de la estación lo fui a saludar, estaba parado cerca de las taquillas. Fui hasta él, le apreté el brazo, le di la mano y le dije “hablamos”, seguí
caminando hacia la plaza de Bolívar.
Llamé a Angélica y le conté que lo había visto, le dije que le quería
escribir. Ella me aconsejó que hiciera lo que sintiera.
Llegué a clase y le escribí, le dije que me daba pena no haber podido
charlar más, que iba de mucho afán y que me hubiera gustado conversar, por
ejemplo, de porqué había desaparecido sin despedirse, de por qué no me volvió a responder cuando le hablé por WhatsApp,
de por qué no me respondió cuando le escribí por correo electrónico.
Me respondió a las diez de la noche, se disculpó por no haberme hablado
antes y masculló entre frases mal redactadas que la razón era el tiempo, pidió
también disculpas. Le respondí que ya me había dado cuenta. Respiré.
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