Las
vacaciones se acabaron. El oráculo me vaticinó que antes de que el año empezara
en forma tendría que cerrar varios ciclos familiares. Así pareció suceder entre
ayer y hoy con dos cosas que dominaron el espectro familiar: el rompimiento del
record de las mil empanadas y la despedida de Angie. La primera celebración
llenó a la familia de un obeso orgullo y la segunda de una tristeza dulce que
continúa hoy, varias horas después de haber dejado a Angie en el aeropuerto.
Desde
que tengo uso de memoria, en mi casa se han realizado reuniones con el único
objetivo de hacer y de comer empanadas. Con empanadas se celebra todo y
seguramente cuando me case o cuando me vuelva a graduar de algo se lanzarán
empanadas al cielo.
Hace
15 años era mi abuela quien dirigía y era el centro de la labor, sus asistentes
por excelencia eran mi primo Juancho y Guillermo, el hijo de Betty. En la
cocina de la casa de mis abuelos en Pijaos, cientos y cientos de lunas
amarillas rellenas de papa y carne se consumían en pocas horas. Mientras que la
abuela ponía a fritar las empanadas en la estufa verde de dos puestos –que
tenía una bombona pequeñita de la que se bombeaba gasolina– la casa se llenaba
con sus hijos y su treintena de nietos.
Con el
tiempo se adquirieron casa familiares nuevas o se ampliaron las existentes. Mis
abuelos se mudaron a un apartamento mes pequeño y mas central y el proceso de
la producción de las empanadas se tecnificó. De esta forma las nuevas
generaciones encontraron un espacio para participar de la tradición familiar y
la abuela les traspasó a sus hijos y a sus nietos la batuta de la producción
empanadística.
Desde
ese entonces, una cuadrilla de tíos y primos se han (nos hemos) prestado para
realizar la titánica labor. Hacer parte de las “empanadatones” –como se les
llama ahora a las jornadas familiares de realización y consumo de empanadas— me
ha librado de la presión que implica hacer parte de reuniones familiares de
cerca de cincuenta personas.
El
domingo, se realizó la ultima empanadatón de las vacaciones, probablemente la
primera del año. El motivo era la despedida de Angie y el cumpleaños de Saint.
Ese día desde las once de la mañana un grupo itinerante de cerca de quince
personas se comprometió a romper el record de las mil empanadas. En la cocina
de la casa del tio Carlos había una cuadrilla de personas cumpliendo varios
roles: una persona mezclando la masa, un persona convirtiendo la masa en rollos
del tamaño de la palma de la mano, dos personas aplanando la masa en una
maquina para hacer pasta (lo que anteriormente se hacía con una botella de
plástico o un rodillo) dos personas armando las empanadas con un pocillo, el
tio Carlos fritándolas y Paola contándolas y repartiéndolas entre los
comensales. A este grupo de personas hay que añadir que alguien de la casa
debió cocinar la carne y la papa y los ingredientes del guiso y alguien mas
tuvo que haber hecho el picado, el ají y el guacamole. Además alguien mas, en
esta fecha Alix, praparó la limonada para los colaboradores y los asistentes.
Cerca
de las seis de la tarde, después de una verificación del conteo, se le cedió a
la abuela el honor de poner el aceite la empanada numero mil, se tomaron las
fotos, se cantaron los hurras, se gritaron los nombres de los colaboradores, se
aplaudió y se comió empanadas para celebrar.
Para
mi, la celebración del record de las mil empanadas se veía un poco empañada por
la despedida de mi prima y gran amiga Angie. Desde que ella vive en Bogotá, y
sobre todo desde que sus papás regresaron al país nos hemos vuelto grandes
amigos. Hemos hecho tantas cosas juntos en los últimos años que parece que
hubiéramos parchado toda la vida. Hemos salido a ciclovía, a hacer deporte, a
rumbear, a comer, a caminar, hemos leído juntos, hicimos trabajos de mi
maestría y de sus materias de la universidad, me apoyó y me escuchó sin
juzgarme cuando pasé por lo de Nano.
Angie
terminó su segunda carrera en la universidad y decidió irse para Bolivia a
hacer una pasantía laboral con una organización internacional para graduarse.
Se fue y nos dejó un vacío inmenso. Ahora estará en Cochabamba empezando su
2015, conociendo personas nuevas y consiguiendo nuevos amigos, apañándoles sola.
Nico –su novio–, toda la familia y yo nos quedamos comiéndonos un montón
de empanadas mientras que nos contentamos con saber que un año se pasa rápido y
que, si contamos con suerte podremos ir a verla.
Admiro
a Angie por emprender una historia nueva, un camino nuevo, un viaje nuevo y por
no tener miedo para dar un paso mas adelante lejos de la protección de la
patria y el hogar. Así lo hicieron mis abuelos hace años cuando se vinieron
para Bogotá, así lo hicieron los padres de ellos cuando viajaron al Valle del
Cauca, así lo han hecho muchos en la historia. Así lo hicieron nuestros padres
y así lo hice yo, hace años cuando me marché a vivir lejos.
Nos
queda la tristeza dulce, nos quedan las comidas y las tradiciones. Nos queda
todo eso que nos recuerda que somos parte de algo mas grande y que en el gran
esquema de la historia un año es solo un parpadear.
Lolo genial descripción, la tradición gastronómica hecha prosa y reforzando valores que unen familias a través de actividades relativamente simples, divertidas, compartidas y que se permanecen por generaciones. Graciiiiiiiiiaaaaassss
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