lunes, 22 de junio de 2015

El semblante de los muertos #relato

Mientras tomábamos tinto en la cafetería de la Funeraria la Candelaria, mi papá desbloqueó su celular, un BlackBerry 8520 con una cámara de pocos megapíxeles, y me pidió que tomara una foto. Manuelito quería que yo me acercara al féretro de mi tía Julia y retratara el último rostro que veríamos de ella antes de ser enterrada. Me quedé perplejo con la petición pero recordé que las prácticas mortuorias para conservar la imagen de los ausentes han existido desde siempre. Una pequeña revisión histórica basta para recordar los soldados de terracota en China, las momias y las pirámides egipcias, las mascaras rituales de los Mayas y la pintura del memento mori presente desde la edad media.

Fotografía Post-mortem
Padre junto a su esposa e hijo fallecidos
La práctica de tomarles fotos a los muertos tampoco es algo nuevo. Después de la invención de la fotografía en Francia en 1839 retratar personas fallecidas se convirtió en algo cotidiano que se hacía con dos fines: demostrar el fallecimiento de un familiar y/o incluir el evento en el álbum de fotos. Los daguerrotipos existentes de esa época muestran, principalmente, niños arrullados por sus inexpresivos padres y personas adultas con aspecto relajado en sus lechos de muerte o en sus féretros. Todos acompañados de mobiliario, flores y objetos decorativos. También –y este es el caso mas impactante— los registros de la fotografía de muertos del siglo XIX incluyen escenas familiares en las que las personas fenecidas posaban para un fotógrafo mientras compartían una cena o una copa en sus hogares. En las fotografías resultantes las personas vivas aparecen borrosas mientras que los muertos demostraban ser modelos ideales; contaban con la rigidez necesaria para soportar con estoicismo los largos periodos de espera necesaria para fijar su imagen en los daguerrotipos. Por eso siempre se ven nítidos. Al final las fotografías se retocaban a mano, se les añadía color en las mejillas y se les pintaban los ojos sobre los párpados cerrados. En Argentina llegaron a imprimirse en los periódicos los retratos de personajes públicos sin vida y en México, hasta bien entrado el siglo XX, los niños muertos eran fotografiados en poses de angelitos.

Tal práctica cayó en desuso por la influencia de sacerdotes, médicos y autoridades sanitarias y es considerada –a pesar de la facilidad tecnológica que brindan los teléfonos inteligentes y las cámaras digitales— como uno de los mayores tabúes relacionados con la muerte. Ahora, son cada vez más numerosos los funerales que se realizan con ataúdes cerrados para evitar el triste y doloroso semblante de los inertes.
Pero mi papá no tiene reparo con la visión de las personas ya fallecidas; varias veces lo he observado mirarlos y lo he escuchado describirlos. Tal falta de morbo, según me he enterado, es algo familiar. La abuela Aura tenía la costumbre de recorrer las salas de velación mirando los ataúdes abiertos cuando las circunstancias la obligaban a visitar una funeraria. Luego le contaba a sus acompañantes las impresiones que había obtenido: describía en detalle los volúmenes de ojos, narices y orejas; hablaba sobre la textura de la piel y el color en los pómulos; narraba la expresión final en los rostros de tranquilidad o felicidad; conversaba con naturalidad sobre “cómo habían quedado”.
Padres sentados junto a su hija fallecida de pie
Yo comparto esa “fascinación” familiar pero en una forma diferente y quizá mas cobarde. Me rehúso a acercarme a mirar a los muertos, pero reconozco que para escribir este texto me devoré fotografía por fotografía las colecciones de laminas post-mortem que encontré de entre 1839 y 1930. He buscado y he detallado las fotografías de personajes reconocidos después de que han fallecido como Hugo Chávez o Augusto Pinochet. He pasado innumerables horas en la sala de las 12 pinturas de las monjas muertas del Museo de Arte del Banco de la República y estuve una cantidad de tiempo considerable en el Museo de Bellas Artes de Santiago viendo las fotografías ampliadas del cadáver fusilado del Che Guevara. En cada uno de esos registros quise leer la falta de la mirada fija en los ojos entreabiertos, el desvanecimiento de la voluntad y del aliento vital, las consecuencias opacas de la nítida muerte. Comparto con mi papá y con mi abuela tal fascinación pero a mi me atraen otros muertos, los que no conozco, no tengo que ver de frente y no me causan dolor, ni me dan miedo.
Esta última reflexión me obliga a preguntarme ¿en serio los muertos asustan? Manuelito responde a esto con cariño diciendo:
A uno siempre le enseñan a tenerle miedo a la muerte y a los fallecidos pero ¿yo por qué le voy a temer a la negrita, a mi mamá o a mi papá si fueron tan buenas personas?
Verlos en su última pinta, con el rostro con el que quedaron después de pasar a “mejor vida” a él no lo espanta. Tomar una fotografía de su hermana fallecida era una manera de conservarla y de encontrar consuelo. “Quedó tan linda” me comentó con bastante admiración durante el funeral. Cuando murió el Papá Luis –mi abuelo–, hace ya mas de diez años, mi papá se acercó a su cuerpo, le tocó el rostro y pensó “exactico voy a quedar yo cuando me muera”. La tranquilidad con la que él habla me permite entender un poco mas su punto, pero eso no me hace tenerle menos miedo a ver a los muertos en directo. Por eso no acepté su encomienda y no tomé la foto.
Padres junto a su hija fallecida
Días después mi papá volvió a ofrecerme su celular. Era tanta mi insistencia en conversar del tema que el interior acolchonado y i lastiman madera sin aire por dentro de seo de Arte del Banco de la Repñan. sencia de la muerte. o.decidió contarme que Sebastián, otro de mis primos, si le hizo sombra mientras aceleraba la diligencia. Lastimosamente, debido al vidrio que tenía el ataúd, la fotografía quedó con un reflejo que cubre parte del rostro. No fue posible repetir la operación por toda la gente que rondaba el féretro.
Me negué de nuevo a mirarla. No pude evitar el pánico que me producía tan solo imaginarme su rostro indiferente, acostado y encerrado en el interior acolchonado y claustrofóbico de una caja de madera. Sentí de nuevo terror del semblante inanimado de alguien a quien había conocido, con quien había conversado y a quien había estimado. A pesar de eso, estoy un poco mas de acuerdo ahora con mi papá. Confío, como decimos en Colombia, en que “no hay muerto malo” y concluyo que no es a los fallecidos a quienes hay que temer. Ellos están allá tranquilos con sus manos quietas y sus bocas cerradas. No prometen, no engañan, no manipulan y no mienten. Seguro no me acercaré jamás a ver sus rostros vacíos con sus ojos cerrados, pero tendré siempre en cuenta que somos nosotros, los que merodeamos la tierra, los que damos verdadero terror.

2 comentarios:

  1. los egipcios y diez mas. Tu papa es un principiante....jajjaja
    https://www.youtube.com/watch?v=BfKCNiHDOO8

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