Todos cometemos errores. Ese es
un hecho de la vida. No hay mucho que se pueda hacer al
respecto. Por más que uno intente caminar sobre cascaras de huevo y comportarse
de la mejor manera termina cometiendo errores. Y eso está bien ¿qué más se le
puede hacer?
Eso fue lo que me pasó después de
que volví de Venezuela, un sábado que salí a tomarme unas cervezas en la Calera
con una de mis mejores amigas y su novio, otro gran amigo. Cometí un error, me
emborraché y en un ataque de locura terminé peleando con ellos. La verdad no
fue gran cosa. Me levanté y me fui porque no me quisieron acompañar al Transmilenio.
Al día siguiente me levanté y le escribí a mi amiga que me disculpara, que
había sido culpa mía y que lo lamentaba mucho.
Hoy casi dos meses después nada
de lo que hice sirvió para volvernos hablar. Un día después de todo el
incidente le pregunté que si me estaba sacando de su vida, le dije que si era
así que por favor no lo hiciera porque ella es muy importante para mí, pero a
pesar de eso no nos hemos vuelto a ver ni a conversar. De una amistad tan
fuerte y un lazo tan cercano pasamos a nada, a cero. Luego en una fiesta volví
a hablar con ella, le conté lo que sentía pero tampoco funcionó. No volvimos a
hablar, no volví a ser parte de su vida, no volvimos a nada. Ya no hay nada, y
la intuición que no falla me dice que así es. Me da tristeza, pero no sé qué más
podría hacer de aquí para adelante. Me atrevo a decir que fue ella la razón por
la que decidí volver a integrarme a la familia, por la que decidí dejar de a
poquitos la grungería y volverme a integrar, pero ahora sin ella no hay mucho.
Hay más terreno baldío allí que amistades.
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