El sábado por la tarde fui al centro.
Aprovechando que ya había cuadrado con Nicolás que nos encontraríamos allí en
la noche me fui a ver librerías, al museo del Banco de la República, a ver unas
exposiciones que tenía pendientes, a tomar café. Cuando me quedé sin batería
puse el teléfono en silencio y lo puse a cargar mientras leía en uno de los
patios de la Casa de Moneda. Con el atardecer el patio se transformó de una
manera que yo no recordaba haber visto en muchos años.
A las siete de la noche Nicolás no había
aparecido, así que decidí emprender el camino hacia el norte. Pensé en que tal
vez Antonio querría hacer algo, pero era muy temprano para llamarlo. Cuando
miré mi teléfono tenía una llamada perdida de él. Nos estábamos pensando al
mismo tiempo.
Llegué a su casa a las siete y media
después de recorrer la séptima en un en uno de los buses duales nuevos, acababa
de llover, yo estaba congelado. Nos sentamos en el comedor a conversar, en el
mismo comedor donde se sentaba don Antonio antes de morir y donde había
conversado con María del Carmen una semana antes. A pesar de la ausencia, las
cosas parecían normales.
Antonio y Santiago y su tía habían ido a
comprar las sorpresas que les iban a entregar a los niños invitados al
cumpleaños de Santiago el día siguiente, así que Antonio me pidió que les ayudara
a quitar los precios de lo que habían comprado. Eran juguetes no tan pequeños,
me sorprendió la calidad de las cosas que Antonio había comprado. Según él las
colecciones de soldaditos, de naves o de armas galácticas para los niños y las
princesas bailarinas para las niñas las había conseguido en oferta. En mi época
a uno le daban una bolsita de plástico llena de confeti, de muñequitos, de
pirinolas, de trompos, de carritos para armar, dulces, libritos con cuentos y prendedores.
Me sorprendió la calidad de las sorpresas que mas parecían regalos.
De repente, mientras estábamos charlando,
concentrados en la labor de empaque, me entró un dolor de cabeza tremendo. Me
sentí aprisionado y no me podía mover. Veía a Sandra despegar los precios, poner
las sorpresas en las bolsas y marcar las etiquetas como salida de una película
vieja. Lo veía todo como por entre una botella y escuchaba en mi cabeza la voz
de una mujer que me decía el nombre de una canción o una frase de una película.
Ella lo repetía y lo repetía. Me sentí mareado y tuve que pedirle a Antonio un
par de pastillas. No pude entender que era lo que la voz de esa mujer me quería
decir.
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