Cuando tenía 15 años entré a estudiar al colegio Calasanz en la 170
con autopista. Ese lugar se me antojaba gigante, vacío y desconocido. Me costó
mucho trabajo adaptarme a estudiar con curas, a los nuevos profesores y a ir a
un colegio de solo niños. Sin embargo, en ese mundo extraño hubo un lugar que
me recibió desde el principio con amabilidad. Ese lugar se convertiría en uno
de mis “parches” favoritos: la biblioteca.
Merceditas, la bibliotecaria, me otorgó al final de mi primer año el privilegio de entrar a la bodega. Allí estaban organizados con precisión y
forrados con plástico grueso transparente los ejemplares innumerables de la
prestigiosa colección de los Calasancios. De ese lugar extraje sin autorización
y, creo, sin que Merceditas lo notara, uno de los primeros materiales eróticos
–pornográficos— que leí en mi vida (antes de la era del Internet).
En una revista Cromos salió
publicada una lista de literatura erótica; en ella me enteré de la existencia
de Las edades de Lulú. Oh sorpresa, el libro de Almudena Grandes
apareció ante mi en uno de los estantes grises. Lo tomé, lo oculté entre mi
ropa, lo metí en la maleta con nervios y no lo registré con la confiada
bibliotecaria. Estaba seguro de que si ella se enteraba del tipo de libro que
ese era, no me lo prestaría.
El ejemplar regresó a su sitio original, sin marcas aparentes, a los dos
días. Reapareció en su puesto después de que me devoré todas sus descripciones
de actos sexuales soeces que mi imaginación infantil no alcanzaba a construir.
Regresó a su hogar cuando memoricé todas las emociones y los sentimientos
adultos que tan solo hasta ahora, dieciocho años después, empiezo a comprender.
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