Toda su vida mi abuelo fue
un negociante, jamás tuvo un empleo fijo o dependió de un jefe. Desde que
estaba pequeño tuvo sus propios negocios –tiendas, talleres o almacenes– e invirtió
su capital en venturas económicas que, aunque no en todos los casos fueron exitosas,
le permitieron mantener su casa y sacar adelante a sus ocho hijos.
Cuando se casó con mi
abuela, cuenta ella que se establecieron en una casa que él tenía junto a un
almacén al lado de una carretera. Ella tenía 15 y el 18. Recuerdo a mi abuelo
contándole anécdotas a doña Carmiña de esas épocas en un cumpleaños. El abuelo tenía
que hacer uso de todo tipo de trucos y mañas para no perder plata de los
clientes que fiaban y luego nunca pagaban. El abuelo fue
también fotógrafo, conductor, tipógrafo y más.
Cuando estábamos pequeños
mi hermano, mis primos y yo nos encontrábamos en el almacén de accesorios para
vehículos que el abuelo tenía arriba de la Caracas por la calle 22 sur.
El
almacén era un local con varias vitrinas donde vendía toda clase de artículos
de colores fosforescentes –a la moda de la década de los noventa– para
adornar carros. Allí se podían encontrar herramientas, cuerdas, cauchos,
ambientadores con los escudos de los equipos de fútbol locales,
farolas, bombillos, antenas, rines, pegatinas, calcomanías, bafles, sistemas de
sonido, tapetes, cauchos, kits de emergencia y todas las cosas que el dueño de
un carro necesitara. Nosotros veíamos al abuelo trabajar, rayando o leyendo en
su escritorio lleno de fotos y papeles debajo de un vidrio o jugando afuera, al
frente del local junto a la pared que tenía el mural que daba la bienvenida al
cliente y en el que, junto a un dibujo de un perro, se leía Autolujos Snoopy.
Ahora, cuando mi abuelo
tiene ochenta y siete años, ya no trabaja y vive de la pensión, es mi mamá
quien lo ayuda con sus finanzas. Ella se encarga de gestionar físicamente el
dinero que le llega mensualmente, le ayuda a pagar algunas cuentas y gastos de
la casa, a pagar la televisión, le compra algunas cosas que se le antojan,
ropa, zapatos, paga sus terapias y sus medicinas.
Aún con su Parkinson y su corazón
medio, el abuelo no ha perdido ese afán emprendedor y aún habla de guardar dinero para comprar un terreno, montar un negocio o invertir en animales para sacarles cría. Aún busca algún medio para asegurarse
ganancias, aunque casi no pueda caminar y a veces se le dificulte oír lo que
sucede a su alrededor.
Con el afán de continuar
emprendiendo el abuelo suele administrar un marranito que conserva
en casa. Sagradamente, con una parte del dinero que obtiene, el abuelo rellena
el puerquito de barro. Lo mantiene engordando con la esperanza de que cuando
reviente pueda hacer algo importante con ese dinero.
Sin embargo, tan solo
después de cuatro meses de haber adquirido el último marranito, el miércoles
cuando fuimos de visita, el abuelo le dijo a mi mamá que tenía que romperlo. Mi
mamá y la abuela accedieron y Verónica trajo un martillo, una bolsa plástico y
unas hojas de papel periódico.
Con el mayor cuidado me
arrodillé y en el suelo, como practicando un hara-kiri porcino, después de
respirar profundo le asesté un martillazo en el lomo al marrano. El pobrecito
no lloró, no hizo mayor escándalo ni reclamó. Solo hubo un tac seco, y de un solo golpe se abrió por la
mitad dejando al descubierto el tesoro. Monedas y billetes de todas
las denominaciones salieron en abundancia.
A la abuela, a mi mamá y a
mí nos tomó un rato largo contar el dinero que el abuelo había recolectado
durante esos cuatro meses. Doscientos veintiséis mil cuatrocientos pesos. Desde
su silla tallada y cubierto con una ruana el abuelo vigilaba el dinero y miraba el techo. Nos observó contar todas las monedas de cien,
doscientos, quinientos, los billetes de mil, dos mil, cinco mil, diez mil y
veinte mil. Pusimos el dinero del marranito en paquetes con sumo cuidado y lo
guardamos para juntarlo con el resto.
El abuelo le tiene plena
confianza a mi mamá y a sus hijos, sabe que sus ahorros van a estar mejor
cuidados con ella que en la casa. No es que desconfíe de la abuela, ni de Verónica, lo que pasa es que no ve con buenos ojos a los cinco o seis niños que corren por el apartamento todos los
días. Esos niños se meten al apartamento, lo desordenan todo y lo dejan todo
lleno de arena. Tampoco se siente seguro con esas parejas que entran a
besuquearse en las esquinas y que se esconden para luego esculcar cada rincón
del apartamento, tampoco le caen bien esos señores que llegan a cortejar a la
abuela. Entran sin permiso y sin avisar y están solo en su imaginación. De
ellos el abuelo intenta proteger su marrano, no quiere que se le roben la plata
ni sus objetos valiosos.
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