Una tarde de domingo, de vuelta de una visita que hicimos a Mosquera, mi
abuela me contó varias historias de cosas inexplicables. Ese día, con mi mamá
fuimos a ver a las hijas de Feliza, la tía de mi abuela, quienes vivían allí
desde hacía por lo menos dos décadas. Como tenían años sin verse fuimos toda
una tarde a almorzar y a tomar café para que la abuela y sus dos primas
pudieran actualizarse en historias familiares.
Consuelo, su esposo y Amparo llegaron a Mosquera hace muchos años a
vivir en una casa localizada a unas calles del parque principal. La propiedad
de una sola planta comenzaba con un pasillo de unos tres metros de largo que
terminaba en un patio interno. El piso y las paredes al interior mostraban la
división de la que habían sido objeto; habían sido interrumpidos y aparecían
cortados, como si alguien gigante hubiera tajado la casa como se corta un pastel.
Un hueco en la una marquesina de vidrio y madera original, devanada hasta la
mitad, era el único acceso de aire y luz de toda la propiedad. El patio era la
antesala a las habitaciones, a la cocina y al único baño de toda la propiedad.
El lugar se había convertido con los años en un mausoleo de cosas viejas
apiñadas; las plantas amontonadas crecían invadiendo el patio y hacían un
esfuerzo por llegar al hueco en el techo de donde provenían los pocos rayos de
sol. Todo el lugar estaba lleno de una atmosfera selvática, húmeda, protegida
en el tiempo por el encierro.
Amparo y Consuelo se mudaron de Antioquia a Bogotá con sus familias hace
muchos años. En Bogotá trascurrieron las infancias de sus hijos y luego, cuando
recibieron la casa de Mosquera como herencia, por comodidad y economía se
fueron a vivir allí. Cuando recibieron el inmueble, en el centro del patio
encontraron una fuente en piedra, de su chorro se alimentaban las alocacias –o
caras de burro– que sobrevivían y los parches de tierra cubiertos por lágrimas
de bebé. El patio estaba enmarcado por columnas de madera que sostenían una
marquesina que hacía que todo el lugar pareciera un invernadero elegante. El
corredor iluminado y claro estaba cubierto de baldosas rojas y ladrillos.
Cuando Amparo, Consuelo y su esposo llegaron a Mosquera se sentían
totalmente ajenos, arrancados de su tierra natal y sus costumbres. Sin embargo
se enamoraron de la casa y en ella se quedaron a pasar en el patio y las
habitaciones viejas las adolescencias de sus hijos.
Cuando los retoños crecieron y se fueron y solo quedaron las dos
hermanas y el marido, para calmar las deudas decidieron que era buena idea
dividir el terreno, partir la casa y vender la mitad. Cuando el negocio se
cerró y el lote quedó dividido, el comprador elevó un edificio y la parte
restante de la casa quedó eternamente ensombrecida por el muro de una
construcción de cuatro pisos. Los tres habitantes de la casa se redujeron a
vivir en las tres habitaciones restantes, redujeron la cocina para construir un
baño y nivelaron el piso del patio con cemento. En esa planicie burda en la
mitad de media casa se reencontraron Rosita, Amparo y Consuelo.
Este tipo de reuniones resultan apropiadas para actualizar las historias
de quienes han quedado atrás. “Mirá Rosita” decía Amparo, ¿te acordás de tal? …
¿y de Pascual..? Pues fijáte que…” continuaba contando. Las risas y las malas
palabras animaban el contrapunteo marcado por el acento paisa de las hijas de
Feliza y de mi abuela. Por varias horas las primas hablaron de la familia, de tíos,
primos y amigos, pero en particular se emocionaron contando la siguiente
historia.
En la época del presidente Gaviria, cuando aún la casa estaba completa,
Consuelo y Amparo estaban solas a oscuras durante el racionamiento de electricidad.
En ese tiempo siniestro, cuando anochecía las dos hermanas se ponían a
conversar mientras esperaban a que volviera la luz o llegara de trabajar el
esposo de Consuelo. Aprovechaban para rezar el rosario mientras tejían,
bordaban, o cosían muñecos. La una a la otra se leían el periódico, repasaban revistas
o novelas. El único aficionado a la radio era Jorge, el marido de Consuelo, por
lo que el aparato permanecía apagado. Las hermanas preferían pasar los ratos de
oscuridad llenando el silencio con sus propias voces.
Contaba Amparo que en esa tarde, cuando ya había anochecido y estaban
las dos ocupadas a la luz de una vela, el silencio de la casa se vio
interrumpido por una voz. Al principio ninguna se extrañó, pero cuando el
llamado se repitió y se escuchó nítido al interior de la casa, las dos se
quedaron quietas. Amparo, dejó de tejer y levantó la mirada, se quedó fija
viendo fuera de las ventanas de madera de la habitación. La luz amarilla no era
suficiente para que pudiese identificar quien estaba llamando. Consuelo, se
quedó inmóvil, sosteniendo con una mano el libro que leía mientras que con la
otra sostenía un cigarrillo encendido en la posición de pasar la página.
Amparo y Consuelo con los ojos puestos en la oscuridad comenzaron a
sentir el latido de sus corazones en los oídos. ¿Quién llamaba? ¿Había entrado
alguien a la casa? Estuvieron así casi un minuto, estupefactas, hasta que la
voz volvió a llamar.
El alarido comenzó pacito pero fue aumentando de volumen, acercándose
desde el otro lado de la casa hacia la habitación en donde las hermanas leían y
tejían. Era una voz profunda, un llanto de mujer que clamaba “Arturo”. Cuando
el sonido alcanzó a las hermanas a través de las puertas y las ventanas,
Consuelo dejó caer el libro y el cigarrillo consumido rodó de su mano dejando
una estela de cenizas sobre su ropa. Amparo se abalanzó sobre su hermana, las
dos terminaron de pie, abrazadas en medio de la oscuridad, aterrorizadas. La
vela, la única fuente de luz que tenían se apagó.
Consuelo agarró la mano de su hermana y sin dudar la arrastró a través
del patio, hasta la puerta de la casa. Sin poder ver las dos hermanas
aterrorizadas abrieron a duras penas la puerta. Afuera, sentadas en el andén
esperaron a Jorge. Consuelo, llena de cenizas de cigarrillo le contó a su marido la
historia del grito y de la huida. Cuando les pasó el susto regresaron al
interior y revisaron habitación por habitación pero no había nadie. Al rato,
esa misma noche, continuó contando Amparo, llamaron de Medellín a informarles
que Arturo, un primo cercano a mi abuela y a las hermanas, acababa de fallecer.
La tarde continuó con más historias familiares menos extrañas:
noviazgos, nacimientos, bodas, muertes naturales, puestas de cachos y
separaciones, perdones, primeras comuniones, grados, viajes, bancarrotas. Sin
embargo, en el carro de vuelta a Bogotá la curiosidad me obligó a pedirle a mi
abuela que me contara otras de esas historias misteriosas. Fue en ese trayecto
que escuché por primera vez la historia de las luces que aparecían y
desaparecían en la finca donde vivía mi abuela cuando era niña.
Cuando Rosita tenía 10 años falleció una de sus hermanas. Algunos días
después de su muerte los habitantes de la finca empezaron a notar luces que
titilaban desde la montaña. La intermitencia de las luces llamó la atención del
grupo familiar aún consternado por la muerte y de los trabajadores que se
reunían a rezar por las noches.
Unos días después una tropa de hombres fue a investigar al sitio de
donde provenían los destellos, y allí, en un hueco en un palo que hacía parte
de una cerca encontraron los juguetes de la niña muerta. Del tronco sacaron
tubinos de hilo, pedazos de tela, botones y toda clase de cosas pequeñitas que
le pertenecían a la niña. Las luces no volvieron a aparecer.
Para mi sorpresa la abuela almacenaba en su memoria gran cantidad de
historias sobre personas muertas, desaparecidas, de tormentas, temblores o de chispas eléctricas que salían de techos de
casas. Sin embargo, la más extraña de sus historias fue la de la señora
embarazada que se llamaba Lucila, una campesina que trabajó en alguna de las
fincas que tenía el papá de mi abuela en el Valle.
La campesina le contó a mi abuela que cuando tenía un poco más de ocho
meses de embarazo vivía con su madre en un rancho pequeño. La campesina
trabajaba de sol a sol en el campo, vendía las cosas que ella y su madre cosechaban
y lavaba ropa para sostener la familia. Un día mientras regresaba del pueblo a
su casa, después de un día completo laborando, cansada por el peso de su
barriga, se encontró con un vecino. El viejito pálido, iluminado por la luna,
avanzaba en la dirección contraria. Al pasar junto a ella, con la respiración
cortada, el anciano comenzó a murmurar. Al principio Lucila no entendió, pero
luego se le hizo claro que el anciano le advertía que debía sacar con la mayor
prontitud una caja que había en su casa. En la cocina, debajo de las piedras,
había un entierro. Había gente buscándolo y ya que ese era su rancho, la guaca
le pertenecía. Lucila no debía permitir que nadie le quitara lo suyo.
La campesina incrédula escuchó al vecino. Pensó que estaría borracho,
delirando, diciendo bobadas. Intentó seguir avanzando pero sintió que no podía
dejar al viejito recorrer la trocha solo en la oscuridad a esa hora. Se recostó
un segundo a tomar aire en un árbol pero cuando volteó a hablar con el anciano,
éste ya había desaparecido entre la maleza que rodeaba el camino. Lucila escuchaba
sus pasos sobre las hojas secas pero no podía verlo. Sin remedio emprendió de
nuevo el camino cuesta arriba.
Lucila no entendió a qué se refería el viejito. No sabía de cosas
enterradas en su casa, había escuchado algunas historias de guaqueros y de indígenas,
pero nada que pudiera relacionarse con su rancho. La advertencia del viejito
solo le hizo querer acelerar pero el camino solo parecía alargarse con cada
paso.
Cuando Lucila pasó junto a la finca del vecino vio una peregrinación de
personas que bajaban por el camino que daba a la casa. Uno de los viandantes
nocturnos, al ver a Lucila en tal estado de agotamiento se apiadó de ella. La
dueña de casa, una de las hijas del vecino, salió a recibirla y le acomodó una
silla en un corredor y le alcanzaron una totuma con agua de panela.
La hija del vecino con la cara descompuesta, reprendió a Lucila por seguir
trabajando en el pueblo en tal estado de gravidez. Tales horas de la noche no
eran convenientes para una mujer a punto de parir, “cualquier cosa le puede
pasar, usted no está para andar subiendo y bajando con esa barriga… tan grande,
nadie la podría ayudar y a usted no le gustaría tener su chino por ahí sola en
la mitad del camino o terminar como mi papá…”.
Don Aurelio, el anciano dueño de la finca, había salido a trabajar al
campo desde la madrugada como lo hacía siempre. El viejito solía irse para el
campo durante el día solo con una pausa para el almuerzo. En la noche regresaba
para cerrar comer, rezar el rosario, guardar los animales y cerrar la
casa. La noche anterior no regresó. Al ver que no volvía sus dos hijas y
un peón lo estuvieron buscando durante la noche y al día siguiente hasta que lo
encontraron tirado en el bosque. No tenía enemigos, la violencia aún no llegaba
a la zona, así que seguramente el campesino se había caído y se había golpeado,
solo, sin auxilio había muerto en medio del bosque.
Lucila miró desde lejos el cuerpo inmóvil del vecino pálido que yacía en
una caja de madera, con ropa de domingo. Tanto fue el asombro que sintió la
campesina al ver sin vida al hombre con quien acababa de conversar en el camino
que todo su cuerpo se estremeció y entró en trabajo de parto.
La campesina terminó allí en la casa del vecino, teniendo a su bebe. Alguien
tuvo que correr a traer a la madre de Lucila de su rancho y en la casa, junto a
la ceremonia mortuoria permanecieron las dos, con las hijas del vecino. En una
habitación el cuerpo del anciano, en la otra la parturienta. Así estuvieron la
noche y el día hasta que el testarudo bebé se dignó a nacer. Fue tanto el dolor
del parto, que la madre de Lucila y las vecinas no quisieron separarse de ella.
Al fin la abuela, la madre y el bebé emprendieron el último tramo del
camino que dos días antes la campesina no había logrado terminar. Mientras se
acercaban a la casa Lucila recordó la aparición del anciano muerto. Recordó sus
palabras y su consejo, y pensar en la aparición hacía que las piernas le
temblaban. Miraba a su bebé con el mayor amor de madre pero no podía dejar de
sentir un presentimiento sobrecogedor.
Al llegar al rancho lo primero que vieron fueron las puertas abiertas.
El rancho estaba revolcado. Las mujeres entraron a la casa solo para
cerciorarse de que alguien, nunca se supo quién, había cavado un hueco al lado
del horno de leña. Esa persona extrajo casi por completo el piso de la cocina
hasta que encontró extrajo lo que allí hubiera y lo había arrastrado afuera de
la casa. El sendero de tierra y piedras se perdía en la maleza.
Mi abuela parecía ser experta en ese tipo de historias enigmáticas,
siempre he tenido la impresión de que ella ha vivido tantas cosas que
seguramente no habrá nada que la asuste. Por eso me sorprendió tanto que la
última vez que la vi afirmara que nunca había sido testigo directo de ningún
tipo de actividad inexplicable.
Lo que sucedió un par de noches antes no le había pasado con
anterioridad. La abuela y Consuelo, la enfermera de mi abuelo estaban
viendo televisión ya tarde en la noche. La abuela tendida en la cama con una
cobija sobre las piernas y Consuelo sentada en un taburete. Todas las luces del
apartamento estaban apagadas y las dos mujeres descansaban concentradas en las
figuras e historias de la caja de luz.
De repente, cuenta mi abuela, empezó a sentir una presencia muy fuerte
en el corredor del apartamento. Sentía que alguien rondaba la cocina y que
aparte de ellas dos y del abuelo –que ya estaba durmiendo en su cuarto– había
alguien más. A consuelo y a la abuela se les puso la piel crisposa y entraron
en un estado de vigilancia, sabían que algo extraño estaba sucediendo. Por unos
segundos se quedaron atrapadas en ese estado hasta que el hall del apartamento
se iluminó. La luz de la cocina se había prendido. Consuelo se paró y fue a
revisar. No había nadie, nadie había encendido la luz.
Muy bueno querido, que fabulosa memoria, de escritor,Felicitaciones.
ResponderEliminarBella historia, llena de recuerdos. Toda casa de abuela es el paraíso de un nieto inquieto, preguntón y curioso!
ResponderEliminar¡Gracias por tu comentario! y si, las casas de las abuelas son paraisos llenos de memorias y de recuerdos
Eliminar