En el muro posterior del edificio de
Diseño Gráfico de la Nacional hay una mancha naranja. Cada vez que voy me aseguro
de pasar por ahí y cerciorarme de que aún existe. Un árbol comienza desde la
mitad del edificio y crece hacia el techo.
María Elena Bernal planteó para la
Muestra de intervenciones a espacios universitarios de 2003 una serie de
contornos de las sombras provenientes de las diversas fuentes de luz en los
muros de la universidad. Según el momento del día se veían de color diferente.
La mancha en ese muro es la última que queda.
Pintar ese árbol fue una de las
últimas cosas que María Elena y yo realizamos juntos, ella murió el año
siguiente mientras yo estaba en Inglaterra. Mientras María ella nos guiaba,
junto a su esposo desde el suelo, Lucia, Mónica –arquitecta e hija de María
Elena—, Ana María y yo montados en un andamio de cuatro pisos rellenábamos los
contornos que María Elena había siluetado con plástico.
Ese año Patricia y yo participamos en
la muestra y desplegamos un texto en ese mismo edificio que hablaba de un perro
que se llamaba Fermín. Giselle nos contó que Fermín participaba en las pedreas
en la década de los setenta. El perro era una excusa para hablar de la
violencia que sentíamos en ese momento en el campus.
Ayer, doce años después, volví a pasar
por el edificio y la silueta naranja todavía está allí; sobrevive brillante por
encima de los grafitis, la pintura blanca y gris y mas allá de los años.
Fue inevitable no llorar un poco y recordar a una de las personas que más
me enseñó en el mundo del arte.
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