Cuando Gregorio me contó, tuve miedo. Tuve miedo
de perderlo. Hacía un mes y medio que habíamos empezado a vernos, a salir
tranquilos los fines de semana, a darnos besos cortos en la calle, en las
esquinas, en los cafés cuando la vida le dio la vuelta con par de papeles
membretados llenos de números. Llevaba algunos días diciéndome que teníamos que
hablar y que tenía que contarme algo pero nunca pareció muy serio y continuaba
comportándose igual, hablando con el mismo tono de voz, haciendo las mismas
cosas del día a día. Yo no noté nada, y él parecía seguir llevando la misma
vida de siempre. El sábado por la tarde nos encontramos en una estación de
Transmilenio y continuamos el recorrido hasta Chapinero. Él venía de su casa en
el norte de Bogotá y se veía cansado. Nos sentamos en una panadería cerca a la
plaza de Lourdes y yo pedí algo con alcohol porque ya en ese momento después de
verle la cara, intuía que era lo que estaba pasando. Hablamos.
Después de esa tarde, durante meses, repetí como
un mantra lo que le dije cuándo me contó, que fue lo mismo que le dije horas
después cuando me dijo con lágrimas que no sabía por qué le pasaba eso. “Para
mí no cambia nada” le dije “sigues siendo la misma persona”. ¿Cómo puede
cambiar alguien a quien está uno hasta ahora empezando a conocer? Pero todo lo
demás si cambió. Todo lo demás que lo rodeaba a él y que para mí era familiar
fue remplazado por el miedo. Pero no ese terror que vacía el estómago de un solo
golpe, sino un miedo similar a una culebra negra, silenciosa, que se va colando
por entre sombras. Ese miedo no llegó de repente, yo creo que ya estaba ahí,
pero fue creciendo y se hizo visible entre lo bonito del amor. Comenzó a
inundar de a poquitos mis pulmones, mi garganta, mi estómago, mis sueños. Ese
miedo me mantuvo despierto, en vela, pensando, teniendo miedo durante semanas.
Yo pensaba que era fuerte, pero lo que sentía en realidad era el miedo
cubriéndome los huesos, helándome, inutilizándome.
Hace ya muchos años que Arturo me había enseñado
lo que era el miedo. Primero lo descubrió en mí y luego me enseñó que yo lo
tenía. Lo señaló en mi cuerpo, me lo mostró en el estómago. Un día mientras
tomábamos café y luego sentados en su cama él me miró a los ojos y me enseñó
que era el miedo. No lo definió como algo que es algo, pero si me lo mostró y
me unió la palabra con esa sensación tremenda que a veces le vacía a uno las
entrañas de golpe o que a veces se va instalando de a poquitos en el cuerpo.
Arturo me dijo que yo era valiente, que él a veces también tenía miedo, que
todos tememos en algún momento e intentó matizarlo, hacerlo más pequeñito. Pero
ya el miedo tenía nombre propio y era lo suficientemente visible como para
poderlo ignorar. Arturo me dijo que tener miedo no era algo de que
avergonzarse, que lo importante es mantenerse de pie y seguir luchando, seguir
viendo el lado bueno de las personas o de las cosas que nos producen miedo. No
recuerdo a que le tenía miedo en ese momento, y aún ahora, después de los años
sigo intentando recordar las razones por las que tenía miedo en ese entonces y
también sigo buscando las herramientas para vencer el miedo que siento ahora.
Gregorio no es la primera persona con VIH que
conozco. No es tampoco la primera vez que alguien cercano a mí recibe
resultados reactivos o con los números más arriba o más debajo de lo deseado.
Antes que él he conocido personas, he visto rostros y he escuchado historias de
quienes se han enfrentado con el virus y que por fortuna de ellos y quizás mía,
continúan viviendo. A Henry lo conocí un viernes, caminando, después de una
reunión que tuve en el centro de Bogotá en 2008. Nos vimos, hablamos y nos
tomamos un café. El café se convirtió en almuerzo, el almuerzo en cena, la cena
en películas y así yo me fui enamorando. Al cabo de dos semanas nos separamos
porque a Henry yo le parecía insoportable y no escatimó en esfuerzos para que
yo lo supiera. El último recuerdo que tengo de nuestro corto romance fue la
noche en que terminamos acostados espalda contra espalda en la misma cama
porque a él no se le ocurrió nada mejor que decirme que me detestaba y que no
quería tener nada más conmigo un viernes a las 3 y media de la mañana.
Cualquier intento de sostener una relación fracasó porque simplemente no nos
entendíamos. Sin embargo meses después nos reencontramos y volvimos a hablar
como amigos.
Henry es cocinero. Estudió cocina porque era lo
que más se le acomodaba después de pasar por varias universidades y carreras en
Cali y en Buenaventura. A pesar de llevar viviendo varios años en Bogotá aún
dice “pam” y no pierde ese acento del pacifico del país que lo hace tan
particular. Este año cumplió treinta y nueve pero es calvo lo que hace que uno
pueda notar con facilidad y recordar sus ojos color miel brillante. Se viste de
colores, no de negro y café como nos vestimos los rolos. Henry es audaz,
incluso a veces manipulador, es de ese tipo de hombres que dicen cualquier
cosa, ya sea un piropo o un insulto y siempre suena bien, y logra convencerlo a
uno de cualquier cosa. Cuando Henry lo aprecia a uno es capaz de hacer
cualquier cosa con tal de verlo a uno sonreír y mantenerlo a uno embobado.
Aunque le falta la cortesía rola es amable y generoso y no pierde el humor de
alguien que no es de Bogotá. Hablar con él es siempre descubrir las múltiples
facetas de un ser humano que puede ser a la vez tan amoroso y tierno como puede
ser tan oscuro, enredador y engañoso. Sin embargo por encima de todo eso
subsiste una dulzura especial que continúa atrayéndolo a uno a pesar de los
años.
Henry llegó a Bogotá un par de semanas antes de
que yo lo conociera. Venía de Panamá donde había estado trabajando como chef en
un hotel y en un par de restaurantes durante varios meses. En Bogotá pretendía
embarcarse como cocinero en un crucero y aunque ya tenía todos los papeles
listos, incluyendo el pasaporte marítimo, no pudo terminar con el proceso
porque falló en presentar un examen limpio de consumo de drogas. A pesar de
eso, Henry no se dejó tumbar ni se amilanó ante el fracaso y continuó
conservando esa actitud canchera de quien pretende tomarse la ciudad por
asalto. Cuando lo conocí era común escuchar que dijera que triunfar en Bogotá
no era tan difícil como a él se lo habían planteado y afirmaba con
convencimiento que quien no la lograba era porque no quería. Esa misma
afirmación se vio refutada el día que tuvo que devolver las llaves del local
donde había montado su restaurante. Henry y su novio, el que vino después de
mí, se vieron obligados a cerrar y a rematar los muebles y los utensilios que
quedaron. La venta fue un intento por rescatar alguna ganancia del empeño que
habían realizado en conjunto. Ese empeño duró algo menos que un año y terminó
en peleas y deudas, una relación de trabajo tormentosa y dolida y una relación
sentimental terminada. A ese restaurante yo fui un par de veces, vi como al
principio el amor entre él y Mauricio prevalecía, pero también vi como
empezaban a hacerse más notorios los problemas, como empezaron a caerse los
cuadros y a desmoronarse los sueños. Después fueron sólo quejas y luego Henry
desapareció. Por un tiempo no supe más.
Recibí una llamada suya para pedirme que
habláramos en abril de 2010. No nos habíamos visto por algo más de un año. Nos
vimos un domingo y estaba flaco y muy deshecho, lloraba constantemente. Por
teléfono me había dicho que tenía cáncer en los ganglios y había estado muy
mal. Nos volvimos a ver me sonrió y me abrazó. Tomamos un bus y fuimos a caminar
por el centro, me contó que lo habían diagnosticado, que había estado
hospitalizado. Me contó sobre su temporada en el hospital, sobre la muerte de
su hermano en diciembre, sobre las visitas a los médicos y a la fundación.
Durante el tiempo que estuvo hospitalizado, un poco más que un par de semanas,
combatía la tristeza deseando el sexo, buscándolo. Incluso Henry entablo
conversación con uno de los enfermeros que trabajaba en el hospital y quién no
soportaba verlo llorar. Al cabo de un par de noches se besaron y después,
hicieron el amor callados y tranquilos hasta que la tristeza se fue. Luego
Henry salió del hospital.
La gente no sabe que decir, se queda estupefacta
cuando escuchan hablar de VIH. Luego responden con algo que mitigue el miedo o
simplemente ignoran lo que uno les está contando. Es más sencillo ignorar esas
cosas que no comprendemos o de las que no sabemos mucho y que creemos que sólo
les pueden pasar a otras personas. Pero con Juan Carlos no fue así. Durante el
primer semestre de la maestría en 2011, nos conocimos y nos hicimos amigos. Nos
encontrábamos en clase, para desayunar y para tomar café y por meses soportó
estoicamente mi quejadera sobre mi relación con Gregorio, a pesar de que yo
dejaba por fuera el pequeño detalle del virus. Yo también soporté los recuentos
tristes sobre su relación con Ana María. Para final de años nos tomamos una
cerveza y me contó con una sonrisa que había vuelto con ella, después de haber
estado separados por algo más de un mes. Entonces yo le conté también que había
vuelto con Gregorio, pero esta vez tuve que contarle la historia completa para
que él me entendiera y él no tuvo miedo.
Juan Carlos me escuchó contarle la
historia de nuestra relación y cómo después de dos meses de estar separados,
Gregorio y yo habíamos vuelto. “Lo más importante es que usted sea feliz” me
dijo y me contó la historia de su tío. Juan Carlos es una de esas personas a
las que uno ve y le puede leer los ancestros cachacos en los gestos, en el
caminar, en la forma de mover las manos. Durante ese rato de charla me quedé
mirándolo intentando leer en él es rastro de su tío que murió solo. Juan
Ricardo nunca se casó. Siempre trabajó desde el amanecer hasta el anochecer. No
llevó novias a la casa y aunque siempre fue el consentido de la familia (…)
hola rolito, hermoso escrito, gracias por compartirlo conmigo!
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