miércoles, 17 de diciembre de 2014

Ojalá no tengas nunca que obligar un adiós

Me encontré con C. Lo vi desde la ventana del Transmilenio y cuando salí de la estación lo fui a saludar, estaba parado cerca de las taquillas. Fui hasta él, le apreté el brazo, le di la mano y le dije “hablamos”, seguí caminando hacia la plaza de Bolívar.

Llamé a Angélica y le conté que lo había visto, le dije que le quería escribir. Ella me aconsejó que hiciera lo que sintiera.

Llegué a clase y le escribí, le dije que me daba pena no haber podido charlar más, que iba de mucho afán y que me hubiera gustado conversar, por ejemplo, de porqué había desaparecido sin despedirse, de por qué  no me volvió a responder cuando le hablé por WhatsApp, de por qué no me respondió cuando le escribí por correo electrónico.

Me respondió a las diez de la noche, se disculpó por no haberme hablado antes y masculló entre frases mal redactadas que la razón era el tiempo, pidió también disculpas. Le respondí que ya me había dado cuenta. Respiré.

Ojalá que a mí no me vuelva a tratar nadie como me trató él, ojalá que a él nunca nadie se le desaparezca así, sin decir adiós, sin darle la oportunidad de pedir disculpas ni dar una explicación, ojalá que él no tenga que sacarle del corazón con una cuchara un adiós a alguien que le haya ofrecido cariño hasta el día anterior. 

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