jueves, 15 de noviembre de 2018

Miscelánea de cosas de la desadaptación cultural (y las marchas)


Observo por la ventana a una de mis vecinas: tiene el pelo liso y negro, protege su rostro pálido con un sombrero azul de flores y está acurrucada junto a su hija de dos o tres años sobre el pasto artificial del parque. La mujer le habla a su pequeña y hace gestos delicados con las manos. La niña escucha a su madre mientras juguetea con otra niña pequeña. Justo detrás de esta última niña hay otra mujer que observa la escena mientras sostiene otro niño de brazos y lleva otra niña de la mano. Son las 10:30 de la mañana, hace un día precioso, alrededor de las niñas un grupo de infantes monta bicicleta, otros niños saltan y gritan y otros se lanzan con emoción a la arenera. Los estudiantes/manifestantes están a punto de llegar por la avenida sesenta y ocho. 
La escena es una típica postal bogotana y no tendría nada de extraño si no fuera porque la vecina del sombrero azul y el pelo negro es una de las habitantes asiáticas del edificio. No hay muchos de ellos aquí y uno solo suele encontrárselos en el ascensor o cruzando el golfito. Parecen como buenas personas, son corteses, saludan, sonríen, pero no existe interacción más allá de algunas simples palabras dichas con acento extraño. No es usual verlos interactuar con otros vecinos y menos jugar con otros niños. Siempre pasan rápido y desaparecen. Aparte de la joven vecina madre de la niña vive aquí una señora de unos sesenta años, quien según he escuchado, es dueña de una bodega de importaciones. Se viste de colores tierra: café, rojo y beige; siempre está perfectamente maquillada y bien arreglada con el pelo en bucles hacia arriba.