Una ráfaga de viento azotó las cuatro
ventanas del restaurante a donde acompañé hoy a don Rubén a almorzar. Juan David
se puso de pie tan rápido como pudo para cerrar las ventanas pero no dio
abasto. Se movía de un lado para el otro con la esperanza de agarrar las
portezuelas transparentes antes de que se estrellaran pero estas, rebeldes, se
le escapaban y golpeaban con rabia los bordes metálicos. Una resultó con
un vidrio roto.
Sentí el ruido de los metales chocando y
me di la vuelta sin pararme de la silla. El viento se coló al interior del
segundo piso del restaurante y tumbó vasos y desorganizó decenas de servilletas
que resultaron en el suelo. Afuera, atrás mío, se veía una tormenta de polvo y
hojas secas arrancadas de los árboles que rodean la alcaldía. Los troncos
exhaustos han renunciado a sostener a sus inquilinas verdes, las han dejado ir
por la sequía. A las pobres les falta el agua, caen al suelo y mueren.
Hace tanto calor en Bogotá en estos días
que una de las frases más populares es “qué bochorno” y es común ver a la gente
en “la nevera” –nombre que le tienen los costeños a Bogotá— vestida con
esqueletos, camisetas y sandalias. Los rolos, esos seres acostumbrados al frio
y al sol solo al medio día, se los ve cachetirrojos
y sudorosos en restaurantes sin aire acondicionado; sufren por la ropa
hecha con materiales no aptos para la sudoración y el fervor. Y lo peor es que
nadie nos cree, a nadie le cabe en la cabeza que Bogotá pueda ser en una
apocalíptica “ciudad tropical” (como dice @miguelfarfan).