Cuando la gente
se muere desaparece para siempre, aunque aquello que observo en el sombrero es
una mancha de sudor de su dueño original, un hombre fallecido. El sombrero
tiene la forma de la cabeza del abuelo y cuando me lo pongo, flota; llega a
cubrirme los ojos y no se sostiene ni con las orejas. Cuando lo uso no siento miedo
ni rabia, solo me entra un poco de curiosidad y melancolía.
–Me han dado el
mejor regalo, –dijo el abuelo antes de despedirse–. Me han entregado el tiempo
y el dinero para hacer lo que quiero y ahora debo marcharme. Por eso partió. Su
partida generó en mi un vacío, una alarma que se encendía con el vértigo producido
por la visión de alguien similar a él.
El año pasado, después
de que se alejó, lo vi en la calle con el sombrero, pero aquella vez era bajito
y gordo y su apariencia era más parecida al personaje de las fotografías. En
ese momento no estaba tranquilo porque estaba ocupando el tiempo en hacer
dinero o en construir una vida como el resto de la gente. Para él todos podrían
ser lo mismo.
Con el tiempo
esa mancha en el sombrero se convirtió en una obsesión para mi porque era una
huella mucho más fuerte que el olor en las camisas o la voz en los videos que
conserva la familia: aún mantiene algo de su cuerpo. En otra ocasión vi a un
tipo en la calle que hablaba sobre lo aburrido que era ahora ir a los bares de
moda con los parroquianos de Bogotá y se extendía en una historia que yo sentía
que ya había escuchado.
–El sábado vi a
Ariel en el bar, al primero, al Ariel de hace varios años. –Le comentó el
hombre similar al abuelo a su acompañante–. Por mi vida empezaron a rondar
rumores de virus otra vez y cuando eso sucede Gregorio y él regresan a
atormentarme los pensamientos. Ariel también es muy grande y fue el culpable,
según Gregorio, de su enfermedad. A él, a Ariel, yo nunca lo conocí. Nunca
hablé con él y nunca lo había tenido frente a frente antes del desastre. No
había sabido cómo era en carne y hueso y para ser honesto siempre me sentí
complacido de que así lo fuera.
Lo miré y lo
escuché con atención hasta que terminó, su rostro se me hizo familiar y quise
comprobar que su presencia correspondía con las fotos que había visto hacía
varios años en perfiles en línea: era alto como yo y tenía un abrigo negro,
también tenía la nariz respingada y era calvo. Además, aquel personaje que
hablaba y reía tenía también una mancha, algo como un cambio de color en la
tela de su vestido. La mancha en su ropa era un puente entre él y yo, entre
nosotros y esa persona que aún existe en las fotografías.
Intenté lavar el
sombrero para utilizarlo pero en esa mancha aún está el ADN del abuelo, en
cierta forma él está aún ahí. Todo lo que tenía, las cosas que poseía, los
objetos que apreciaba fueron repartidos entre otras personas, amigos, familiares,
beneficencia. Así fue que obtuve ese sombrero gris que está detrás de mi
puerta y que he intentado ponerme en un número de ocasiones aunque no me queda.
Me lo he ganado y por eso ahora me siento a escribir esto. Por eso ahora
transcribo conversaciones con putas, con travestis y con artistas.
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