Compré dos
tintos, uno para mi y otro para Antonia. El mío lo rellené de azúcar porque es
la única forma en que me soporto el amargo sabor de la bebida nacional. Tenía
la esperanza de que ese cafecito de máquina me quitara el sueño y el frío y
disipara de mi cabeza las preguntas que no dejaban de atormentarme: ¿será
que todos estos años fuimos muy duros con el primo? ¿Será que no fuimos lo
suficientemente benévolos con Pablito porque utilizaba mentiras para sacarle
plata a personas allegadas y robaba elementos de las casas de personas de la
familia? ¿será que no fuimos lo suficientemente justos por aquella ocasión en
la que llamó a la amante del tío Pepe para calumniarla? ¿será que todos estos
años estuvo completamente loco y nosotros no nos dimos cuenta y lo juzgamos
mal?
Dejé de pensar
en todos esos bochornosos incidentes cuando Antonia, la ex de mi primo me contó
la aventura que fue traerlo de vuelta a Bogotá. Tuvieron que engañarlo con una
reunión familiar y promesas de dinero para llevarlo hasta la clínica Santa
Rosa. Eso fue el último recurso que tuvo Antonia para ahorrarle problemas a su
ex familia política y evitar que Pablito saliera herido en otro intento de
suicidio.
Pablito está
separado de Antonia, y es ella quien se encarga de Ángela Rafaela, la hija de
10 años de los dos. Antonia y Pablito vivieron juntos hasta hace cinco años y
ocuparon un apartamento en el barrio Santa Sofía después de que se casaron y
hasta que tuvieron a su segunda hija. La otra, Carmela, la mayor, murió hace
dos años en enero.
Antonia y
Pablito se casaron en el lote que ocupa hoy la torre Horizonte. Allí fue la
recepción, en la antigua Casona de los Andes, un club para gente muy
pudiente de Bogotá. Antonia me explicó esa casa estaba en la esquina nor-occidental
de la intersección de la Avenida Caracas y la calle 69. Recuerdo haber caminado
muchas veces por esa esquina pero jamás me hubiera imaginado que ahí hubiera
quedado ningún club ni ninguna casona, ni los jardines, ni los carros caros que
me contó Antonia que se parqueaban al frente todos los viernes por la noche.
Antonia
interrumpía los sorbitos del café y las historias de su matrimonio para
recordarme que al primo lo trajeron a Bogotá como si fuera un niño: accedió
inmediatamente con las excusas que le dieron y no más llegaron a la ciudad lo
internaron. Aceptó quedarse ahí porque su ex mujer estaba con él y a condición
de que le dieran un refresco. La pobre ex hablaba con resignación y no se
atrevía a dejarlo solo a pesar de que con él solo compartía el compromiso hacia
la hija en común y el eterno dolor por la otra hija muerta. También me contó
que esta vez lo vio y no lo reconoció porque parecía haberse borrado, casi no
mostraba emociones y estaba mucho más acabado que lo que recordaba. Luego continuó
hablándome de ella y de su vida como quien encuentra tema para evadir lo obvio
e inevitable. Sus papás llegaron a Colombia con sus dos hijos en el año 58 y
vivieron un año también en el barrio Santa Sofía antes de irse a administrar
una finca cerca de Bogotá. Luego cuando volvieron a la ciudad sus papás
emprendieron la administración de la Casona de los Andes, hasta que la
junta directiva decidió venderle el lote a los constructores de la Torre
Horizonte.
Luego regresó al
tema de Pablito y me comentó que ella recordaba aquellos comportamientos
de tono coercitivo que le habían contado que le vieron en el pueblo. Mientras
estuvieron casados ella había optado por ignorarlos e intentaba fomentar en
Pablito y en sus dos hijas las expresiones del afecto, incluso cuando eran
entre personas del mismo sexo. Ella había deseado que existiera cariño y amor
entre papás e hijos, entre tíos y sobrinos, vecinos, socios, entre hermanos,
entre amigos, entre colegas y compañeros, siempre con el único propósito de
vivir en una ciudad, en una familia y en una sociedad no tan violenta.
La escena del
pueblo, según le escuché a Antonia y a personas que llegaron al hospital más
tarde parecía más una llamada a los comportamientos arcaicos que han marcado
las manifestaciones afectivas entre hombres como negativas, antes que una
simple reacción a un detalle jocoso.
–Yo realmente
pensé que el asunto había sido muy exagerado –me dijo uno de los acompañantes de
Pablito, quien había servido como ayuda para internarlo—. Los gritos comenzaron
después del beso en la boca, más bien el piquito fugaz que se dieron los dos
cantantes. Ese fue el inicio de todo.
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