Mi novela empezó por allí. Un accidente que
sucede justo en el momento en que los dos protagonistas se dan un beso y ahí comienza, o se acaba, la historia. También en el momento en que una familia se
arranca para Bogotá.
–A
mi marido le dio la perra y empacó las cosas –una abuela narra mientras teje—, consiguió camiones y nos vinimos. Cuando el último de mis nietos
nació, Alberto echó todo lo que pudo en el camión y nos fuimos. Encima de todo,
sentados en los asientos del comedor venían los niños.
La novela continúa con el relato inicial
que no se desvanece: cuando tenía quince años Alejandro estaba muy enamorado
pero no era correspondido. Durante meses el moreno le pidió a su mejor amiguito
que se ennoviaran, que tuvieran algo, que lo dejara quererlo pero el otro niño,
el rubio de ojos miel, lo rechazaba. Se llamaba Augusto. La abuela le contó a
Graciela que ese nombre lo escogió por el párroco.
–El padre Augusto
fue a visitarme después de que el niño nació y me dijo “póngale mi nombre, Aura”.
Ese día tuvimos una fiesta, había gallina, carne desmechada, patacón. Me
acuerdo de todo lo que cocinamos. Estábamos coma y coma y ahí estaba mi
marido.
Hace 10 años fui a tomarme unas cervezas
con Alejandro y de ahí saqué el relato. No estoy muy seguro de por qué se dio
ese encuentro. Simplemente nos vimos porque habíamos hablado y salimos a
conversar porque él trabajaba cerca de donde yo vivía. Fuimos a una casa donde
había una comilona, también gallina, y me contó la historia de Augusto. Resulta que por fin,
después de muchos intentos, Alejandro había conseguido que su objeto amoroso lo
aceptara y empezaron a tener “un cuento”. Sin embargo, en su primer encuentro
como pareja, mientras iban caminando por una avenida de Bogotá, un camión
perdió los frenos y se les vino encima a los despreocupados adolescentes.
Mi novela empezó por allí. Por ese
instante en que los dos personajes comienzan a amarse y son víctimas del
destino fatal. Augusto estuvo 15 días en coma mientras que a Alejandro no le sucedió nada. Cuando Alejandro llegaba a la pieza donde cuidaban a Augusto, este último –loco y casi inválido— le gritaba “quítese de ahí que
usted está muy ancho”.
–Es que
Alejandro estaba muy gordo –comentaba la abuela—.
Después los dos chicos se alejaron y no
se volvieron a hablar nunca.
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