Juan habla dormido. En algunas de las noches que
he pasado a su lado sus palabras me han despertado y he terminado respondiendo
preguntas o accediendo a requerimientos que, en sueños, le hace a la noche.
–Soy la persona con mayor
cantidad de actividad onírica que conozco –me dijo cuando le reclamé por
despertarme–, todas las noches hablo dormido, sueño y recuerdo lo que hay en las imágenes en
mi cabeza.
Una noche aquí en Bogotá, cuando fui a verlo en
casa de sus amigos Antonio y Alberto, me contó que había soñado con la muerta
Jorge. Yo no sabía a quién se refería ni quién era Jorge, no sabía si en serio
estaba muerta, ni por qué si se llamaba Jorge le decían “la muerta”.
–Yo lo vi claritíco –me contó– estábamos como saliendo para una rumba y él me dijo que era una jartera que no
podía ir a rumbear con nosotros porque estaba muerta, ¡hijueputa vida!
Antonio y Alberto son dos de los mejores amigos
de Juan y cada vez que viene a Bogotá se queda en su casa, viven en el centro
cerca de la Biblioteca Nacional. Los dos han estado unidos por más de diez años
y a pesar de los altos y bajos de la vida se han mantenido juntos, son antes
que todo una familia. Los entonces adolescentes se conocieron mientras Antonio paseaba en Villavo hace un poco más de diez años. Al final del paseo Antonio se
vino para Bogotá con Alberto y desde ese momento han sido inseparables. Los dos
aman la misma música, comparten deudas y negocios, fuman los mismos cigarrillos
y son parte el uno del otro de todas sus eternas anécdotas. Juan me contó que
Jorge vivió con Antonio y Alberto por varios años.
Cuando Juan habló de "la muerta" la pareja estalló
en risas. Eso tampoco lo entendí pero sí leí en sus rostros que el alboroto venía porque Jorge
había sido para ellos alguien muy importante. Alberto se sentó derecho en el sofá con el
cuerpo hacia Antonio pero mirando a Juan y sin que yo se lo hubiera pedido
comenzó a narrar con su voz metálica la historia de la muerta.
–La Jorge estaba como en una fiesta, se había ido la noche anterior para una discoteca y ya cuando se iba a ir fue a bajar las escaleras y se cayó–. La voz de Alberto sonaba más como el quejido de una señora de mediana edad que ha pasado por las más inimaginables tragedias y que todo lo cuenta con tranquilidad antes que la narración de un muchacho en la cúspide de su existencia. –Como la loca estaba borracha se fue de bruces y se golpeó la cabeza. Cuando llegó a la casa intentó metérsenos a la cama, pero como venía tan volteada la mandamos a que durmiera en su cuarto. Al otro día la Jorge no se levantó y como ella era siempre así, pues nosotros no nos imaginamos nada malo, ¿si? Luego fuimos a despertarla para que fuera a trabajar y lo vimos tan borracho que lo dejamos durmiendo. Ella la miraba a uno y hablaba y respondía pero no se quería levantar, pero ya en la noche nos preocupamos porque seguía sin ponerse de pie varias horas después de que tenía que haberse ido. Ahí nos dio la preocupación y el desespero y lo llevamos al San Ignacio.
Alberto y Antonio no dejaban de sonreír con
cada palabra del inquietante relato de las últimas horas de la Jorge. Juan
miraba fijo a Alberto y sonreía con emoción y candidez, conversaban como si
estuvieran hablando sobre el final de unas vacaciones.
–El médico nos dijo que ya
no había nada que hacer, que el cerebro se le había espichado hacia un lado o
algo así por la posición en la que había dormido o yo no sé qué, el asunto es
que la Jorge ya no iba más y al otro día se murió.
Alberto continuó hablando sobre la muerta y
luego me mostraron algunos de sus dibujos aún anclados en las paredes del
apartamento. No hubo silencio, la música siguió sonando y la charla giró hacia
otro tema.
Un par de días después le pregunté a Juan por Jorge. Le pregunté la razón de las risas y por la alegría con la que
hablaban de su muerte. Juan me aclaró que desde que Alberto estaba en el
colegio la Jorge había sido como su segunda mamá, su mentor. La relación entre
Jorge y Alberto era tan estrecha como la habría sido con su propio padre. Incluso Jorge
había tenido que hacerse pasar en alguna ocasión por su acudiente para que
Alberto se pudiera matricular en el colegio cuando nadie de la familia se
prestó para hacerlo, además acompañó a Antonio y a Alberto desde el momento en que
comenzaron su relación. La Jorge había sido un amigo fundamental para la pareja y había vivido y había muerto de la misma
manera: de rumba y contento. Por eso ninguno de los tres podía recordarlo de
manera diferente. Murió de fiesta, bailando, riéndose, metiendo perico y
borracho, eso era lo que a él más le gustaba.
Juan sacó su teléfono y buscó en Facebook el
perfil de la muerta. Encontró una foto y la puso con emoción delante de mis
ojos. Ahí estaba ella en la pantalla del teléfono con sus escasos 29 años, su
piel trigueña, sus gafas oscuras y el pelo peinado en una cresta en frente de
una piscina. Su sonrisa gigante de oreja a oreja coqueteaba con la vida pero en las comisuras de sus labios dejaba ver un pequeño arrepentimiento por no poder salir a rumbear porque,
como dijo en el sueño, está muerta.
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