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domingo, 4 de septiembre de 2016

La muerta Jorge (actividad onírica)


Juan habla dormido. En algunas de las noches que he pasado a su lado sus palabras me han despertado y he terminado respondiendo preguntas o accediendo a requerimientos que, en sueños, le hace a la noche.
–Soy la persona con mayor cantidad de actividad onírica que conozco –me dijo cuando le reclamé por despertarme–, todas las noches hablo dormido, sueño y recuerdo lo que hay en las imágenes en mi cabeza.
Una noche aquí en Bogotá, cuando fui a verlo en casa de sus amigos Antonio y Alberto, me contó que había soñado con la muerta Jorge. Yo no sabía a quién se refería ni quién era Jorge, no sabía si en serio estaba muerta, ni por qué si se llamaba Jorge le decían “la muerta”.
–Yo lo vi claritíco –me contó estábamos como saliendo para una rumba y él me dijo que era una jartera que no podía ir a rumbear con nosotros porque estaba muerta, ¡hijueputa vida!
Antonio y Alberto son dos de los mejores amigos de Juan y cada vez que viene a Bogotá se queda en su casa, viven en el centro cerca de la Biblioteca Nacional. Los dos han estado unidos por más de diez años y a pesar de los altos y bajos de la vida se han mantenido juntos, son antes que todo una familia. Los entonces adolescentes se conocieron mientras Antonio paseaba en Villavo hace un poco más de diez años. Al final del paseo Antonio se vino para Bogotá con Alberto y desde ese momento han sido inseparables. Los dos aman la misma música, comparten deudas y negocios, fuman los mismos cigarrillos y son parte el uno del otro de todas sus eternas anécdotas. Juan me contó que Jorge vivió con Antonio y Alberto por varios años.
Cuando Juan habló de "la muerta" la pareja estalló en risas. Eso tampoco lo entendí pero sí leí en sus rostros que el alboroto venía porque Jorge había sido para ellos alguien muy importante. Alberto se sentó derecho en el sofá con el cuerpo hacia Antonio pero mirando a Juan y sin que yo se lo hubiera pedido comenzó a narrar con su voz metálica la historia de la muerta.

miércoles, 22 de julio de 2015

2. El abandono


Desempolvé el manuscrito que comencé a escribir después de que terminé el curso con Sebastián, el escritor que tiene el mismo apellido que los dos hermanos pintores –los hiperrealistas colombianos— y que siempre se me olvida. Durante el curso Sebastián nos presentó a Bellatin y habló tan bonito sobre él que salí a comprar El libro paraguayo de los muertos. Ese libro me gustó tanto que se me ocurrió que podría hacer un ejercicio parecido y escribir una novela compuesta por fragmentos inconexos a los que yo les daría sentido.
De mis archivos personales compilé una serie de textos que había escrito desde que entré a la universidad: cuentos, relatos cortos, trabajos, dibujos hechos con palabras, diarios de amantazgos y noviazgos. Los imprimí y los organicé.
Después de una primera lectura surgieron dos aspectos: uno, el libro tendría una estructura inicial de tres capítulos, que no se llamarían capítulos sino libros, y dos, la historia sería la relación entre Alberto, un paisa negociante viajero, y Víctor, un estudiante joven de arte. Los dos personajes estarían durante ciento cincuenta paginas alejándose y acercándose, queriéndose y haciéndose daño. Eso no me lo inventé yo, eso me lo dijeron ellos mismos.

Mientras me tomaba un trago el viernes a la media noche y conversaba con Paula, desempolvé el manuscrito, lo saqué del cajón donde esperaba desde enero su revisión. Leí el primer párrafo y respiré. Aquel primer aparte aún sin perfeccionar me confesó que la suya es la historia del abandono.  

lunes, 22 de junio de 2015

El semblante de los muertos #relato

Mientras tomábamos tinto en la cafetería de la Funeraria la Candelaria, mi papá desbloqueó su celular, un BlackBerry 8520 con una cámara de pocos megapíxeles, y me pidió que tomara una foto. Manuelito quería que yo me acercara al féretro de mi tía Julia y retratara el último rostro que veríamos de ella antes de ser enterrada. Me quedé perplejo con la petición pero recordé que las prácticas mortuorias para conservar la imagen de los ausentes han existido desde siempre. Una pequeña revisión histórica basta para recordar los soldados de terracota en China, las momias y las pirámides egipcias, las mascaras rituales de los Mayas y la pintura del memento mori presente desde la edad media.

Fotografía Post-mortem
Padre junto a su esposa e hijo fallecidos
La práctica de tomarles fotos a los muertos tampoco es algo nuevo. Después de la invención de la fotografía en Francia en 1839 retratar personas fallecidas se convirtió en algo cotidiano que se hacía con dos fines: demostrar el fallecimiento de un familiar y/o incluir el evento en el álbum de fotos. Los daguerrotipos existentes de esa época muestran, principalmente, niños arrullados por sus inexpresivos padres y personas adultas con aspecto relajado en sus lechos de muerte o en sus féretros. Todos acompañados de mobiliario, flores y objetos decorativos. También –y este es el caso mas impactante— los registros de la fotografía de muertos del siglo XIX incluyen escenas familiares en las que las personas fenecidas posaban para un fotógrafo mientras compartían una cena o una copa en sus hogares. En las fotografías resultantes las personas vivas aparecen borrosas mientras que los muertos demostraban ser modelos ideales; contaban con la rigidez necesaria para soportar con estoicismo los largos periodos de espera necesaria para fijar su imagen en los daguerrotipos. Por eso siempre se ven nítidos. Al final las fotografías se retocaban a mano, se les añadía color en las mejillas y se les pintaban los ojos sobre los párpados cerrados. En Argentina llegaron a imprimirse en los periódicos los retratos de personajes públicos sin vida y en México, hasta bien entrado el siglo XX, los niños muertos eran fotografiados en poses de angelitos.