martes, 14 de agosto de 2018

Los cocos, la playa y el topless


El miércoles en la tarde fui a la playa. Cuando llegué estaba sola. Había solo un par de personas al fondo, cerca del batallón, y yo. Me puse todo el bronceador ese que pude. Al rato llegaron un grupo de mujeres súper arias. Ellas eran cinco nórdicas igual de blancas que la leche. Rubias todas. No se si decir que eran bonitas, pero inmundas no eran.

Las chicas se tiraron sobre la arena y comenzaron a ponerse bloqueador y bronceador unas a las otras. Se reían y conversaban. Al rato, tres de las cinco chicas se quitaron el sujetador y se quedaron topless sobre la arena gris. 
Cuando las vi haciendo eso caí en cuenta de que así biringas las gringas le hacían perfecto honor al nombre de la playa: Los cocos. Pensé en que si mi hermano hubiera estado ahí se hubiera reído mucho del pun.
Aquí es cuando empieza lo realmente entretenido:
Los cocos es una playa que está prácticamente en la ciudad, por lo que uno no pensaría que estar topless es algo muy bienvenido. Sin embargo, lo opuesto pensaron un grupo de hombrecitos colegiales medio-adolescentes. Uno a uno comenzaron a marchar frente (o en medio o casi por encima) de las jóvenes nórdicas. Los chicos, quienes minutos antes habían estado jugando futbol a algunos metros atrás, querían evidentemente ver los cocos.
Después, comenzaron otros jóvenes un poco mayores a caminar cerca de ellas con la misma intención y luego un bote pesquero –que según me contó un señor que estaba ahí distribuye a uno de los restaurantes del barrio– se parqueó justo al frente de ellas. Fue ahí cuando la fauna local de personajes raros, incluido un anciano medio loquito, varios tipos morbosudos, señoras mayores, tías moralistas, etc., se parquearon al lado de las señoritas y comenzaron a hacer una procesión a todas luces innecesaria. En un punto casi quince personas estaban al lado de las chicas, quienes casi no caían en cuenta del revuelo que estaban causando sus tetas. En serio parecía que los samarios jamás habían visto un par.
En un momento se me acercó uno de los señores del restaurante a decirme que le parecía que ellas eran muy lindas y que verlas en ese estado era ciertamente muy llamativo, pero que no veía por qué los hombres tenían que ponerse a verlas de esa manera ni hacer ese espectáculo. Por lo menos el señor no las culpó a ellas. Luego me di cuenta de que seguro el que parecía más mirón era yo, solo por estar ahí, pero en mi defensa yo llegué y me senté ahí primero.
Al rato me aburrí del tumulto y me fui.

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