El sábado en la tarde decidí ir a la
playa para apaciguar los demonios. Mi cabeza me había estado dando batalla por
horas y sentí que tal vez dejar el encierro me daría un poco de tregua. La
playa estaba completamente llena y María decía que seguramente eso se debía a
que acababan de inaugurar el Hilton a unas pocas cuadras. Pero la gente que
estaba en la playa no parecía ser precisamente cliente del Hilton. Además, la
presencia de las barcas hacía evidente que las personas estaban siendo llevadas
y traídas desde el Rodadero donde, muy posiblemente, no debía caber un solo
alma más.
El clima estaba fresco, nublado. La
gente se veía contenta bajo el cielo gris y nublado.
Llevé una toalla y me senté en medio de algunos
de los grupos de familias en un punto vacío. Mis piernas colgaban sobre una
pequeña pendiente que se formaba entre el mar y la arena que se conservaba
seca. Era como estar sentado en una anden el agua y la playa.
Yo simplemente quería mirar. Dejar que
mi cabeza se desocupara. En dirección a la ciudad podía ver un grupo de jóvenes
casi adolescentes. Uno de ellos tenía una pantaloneta color aguamarina que
hacía que siempre estuviera presente en el espectro visual. Además estaba
siempre acomodándosela. Los muchachos competían en actividades físicas para
entretenerse: se tocaban, se empujaban, saltaban, volaban unos por encima de
otros para aterrizar en el mar y estrellarse contra las olas. Ese parecía ser un
juego habitual de los playistas.
No me sentía solo, pero si era el único
turista completamente blanco color apio y el único ser humano en esos kilómetros
de playa que no tenía compañía. Excepto por él.
Llegó en bicicleta cerca de las cinco de
la tarde. Ya estaba a punto de oscurecer. Se sentó en el mismo borde de la
pendiente en el que estaba yo. Puso su caballo de acero sobre el suelo y
comenzó a quitarse los zapatos, unos Converse
amarillos. Lo observé mientras me mecía solo desde unos metros adentro en el
mar.
Me fijé en él porque una ola casi se
lleva uno de sus zapatos. El agua llegó sorpresivamente hasta sus pies y él,
azorado, atrapó el Converse furtivo y
lo puso a salvo. Cuando se sentó, dejé de mirar sus pies y puse la mirada por
primera vez en su rostro. Supe que era él.
Lo vi en sus ojos negros y en sus cejas
pobladas y gruesas. Era él, no se qué era, pero él lo era. Algo me lo decía en
su bigote curvado y su sonrisa, en su boca pequeña y alegre.
Desde ese momento no pude, ni quise, quitarle
los ojos de encima. Eso me hacía sentir incómodo, aunque a él no pareció importarle
después de que se hiciera evidente.
Entró al agua y comenzó a jugar con las
olas. Las pocas veces que he estado en Santa Marta he visto que ese parece ser
un pasatiempo de los vecinos de la ciudad. Al medio día salen de sus trabajos
en la zona y se acomodan en grupos simplemente a tomar un descanso y jugar con
el mar. El chico cada vez que veía una ola sonreía. Me miraba y me extendía la cortesía
de avisarme venía y era grande. Cuando una se acercaba, se volteaba hacia mí,
esperando que yo también jugara. Toda su pequeña humanidad color canela brillaba
cada vez que se sumergía y luego volvía a emerger triunfante de la cresta café
del mar.
Del agua salía de nuevo sonriente como
si se hubiera enfrentado a un tiburón enemigo. Jugueteaba, corría, iluminaba el
mundo y volvía a mirar al horizonte con la esperanza de que el agua se
levantara de nuevo. Así estuvo por un rato. Luego se hizo de noche.
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