miércoles, 27 de mayo de 2020

El espacio entre las cosas: el ruido y el silencio (Diario del confinamiento)

Al principio de la cuarentena había mucho menos ruido. El 20 de marzo dejaron de sonar los motores de miles de automóviles que se quedaron en su casa. Cientos de rutas escolares llenas de gritos de niños dejaron de circular. No puedo decir que existiera un silencio absoluto pero, por lo menos en las mañanas, no existía el bullicio que ahora ha vuelto a existir.

 

Cuando empezó el aislamiento, y teníamos solo un simulacro obligatorio, sentía mucho miedo. Fueron muchos los días en que la ansiedad no me permitía comer y me atemorizaba el silencio. Dormía poco y daba vueltas en la cama durante la noche. Despertaba extrañado a la hora en que tendría que haber empezado a alistarme para salir a trabajar. La falta del bullicio metálico de los motores me parecía inquietante; me aterraba que la ciudad hubiese dejado de funcionar de esa manera tan abrupta y que, a pesar de que fuese algo que pedimos a gritos por nuestra salud, no nos pudiéramos mover de casa ni salir a trabajar.

 

A las 7 de la mañana era muy poco lo que sonaba. Tan solo se oían algunas personas en la calle, quienes por fuerza mayor no habían podido dejar de desplazarse. Celadores, personal del aseo, vendedores, domiciliarios, policías, médicos y enfermeras siguieron montando en transporte público para ir al trabajo y aún hacían ruido afuera. Pero no eran tantas personas, o por lo menos no las suficientes para llenar las calles del barullo pre-pandemia.  

 

Con el ruido de los carros desapareció también el señor que se paraba cerca de la esquina de mi edificio a regular el tráfico. Era un tipo extraño, en extremo sonriente quien, con un silbato y una pañoleta roja, se le atravesaba a los carros en la mitad de la calle Cien para forzarlos a detenerse o darles permiso para avanzar. A la hora pico, en la mañana y en la tarde, su presencia era anunciada por una ola insoportable de bocinas y gritos provenientes de los automotores.

 

“Ese señor no se dedica a regular el trancón, se dedica a pedir plata para formarlo”, decían mis vecinos. Su pañuelo rojo hacía lo que un torero le hace a un toro: enervarlo. La gente detrás de sus timones al verlo y tener que esperar se exasperaba.

 

No lo extraño. Lo recuerdo, junto con el ruido excesivo de los carros, como un detalle anecdótico de esa vida anterior al encierro. Me agrada su ausencia aunque a veces me pregunto dónde estará, de qué estará viviendo, quién le entregará monedas si en este momento no hay tráfico para perturbar. También pienso que un ajetreo vehicular como el de antes es algo a lo que me aburriría tener que volver.

 

A medida que han pasado estos dos meses el ruido ha vuelto a aumentar. Han regresado los carros, pero el paisaje sonoro de la ciudad es diferente, han llegados actores nuevos que antes no solían pasar. Desde mi habitación escucho a diario el voceado de los vendedores de aguacate, plátanos, eucalipto y otras yerbas; el clamor de los vendedores de pacas de huevos; las ruedas rechinantes de las bicicletas de los domiciliarios; el llamado de los recicladores; el lamento de los mariachis. Anoche escuchamos nítida una serie de canciones en vivo, con trompetas y violines, que llegaron hasta nuestro balcón. Intentamos encontrarlos para entregarles dinero pero fue en vano.

 

Toda esa algarabía es inquietante, pero hay un sonido que se me ha hecho aún más turbador: en el parque aparecen grupos de 6 o 7 personas, familias, pidiendo ayuda. Un sábado vi un grupo conformado por cuatro mujeres, cinco niños –quienes jugaban en las atracciones del parque inconscientes de su cometido familiar– y un hombre que vestía un esqueleto negro. El tipo se ponía las manos alrededor de la boca y gritaba.

 

“Si nos desean colaborar / con una moneda o un alimento / estaremos acá en portería / lo que salga de sus corazones / el padre se lo multiplica”, repetía el señor con acento venezolano. Su voz es el grito de la pobreza, el clamor de la miseria que pasa reclamando ventana por ventana.

 

Al principio, cuando esas familias empezaron a pasar, la gente reaccionaba. Los vecinos salían a verlos por sus ventanas y balcones y desde el interior de los apartamentos pasaban de mano en mano comida, ropa, colchones o dinero. Sin embargo, a los pocos días llegó una comunicación de la administración en la que pedían que no les diéramos nada más. No lo mencionaron en los correos ni en los anuncios pegados en las paredes en los ascensores, pero la razón de ese requerimiento era probablemente evitar una conflagración mayor de gente en el parque gritando. Todos, a toda costa, querían evitar un río de familias pobres implorando ayuda junto a las ventanas, recordándonos nuestro frágil privilegio.  

 

La estrategia funcionó porque los pequeños clanes de mendigos casi no han vuelto. Hace unos días vi los últimos. Algunos de sus miembros sostenían carteles con mensajes escritos a mano sobre papel y cartón mientras los otros gritaban de pie. Abrí la ventana para escucharlos, intenté leer sus proclamas pero estaban muy lejos. Me temo que desde mi edificio absolutamente nadie más pudo hacerlo. Antes de irse una de las integrantes del clan se bajó los pantalones y se acurrucó a orinar junto a las matas que rodean el depósito de las basuras, en frente de vecinos, transeúntes y paseadores de perros. Luego se alejaron sin afán. Siguieron gritando frente a las fachadas de otros conjuntos.

 

El clamor de los necesitados ha disminuido, igual que, por fortuna, ha disminuido el ruido de mis vecinos evangélicos. Son una familia escandalosa, lo sé porque, aunque no nos determinan ni siquiera para saludarnos, nuestras interacciones con ellos siempre involucran algún tipo de alboroto.

 

Nuestro encuentro más significativo fue el 24 de diciembre del año pasado cuando tembló. En el segundo sacudón de la tierra mi mamá, bastante nerviosa, decidió que era mejor salir al parque y no quedarnos en la casa a merced de la furia de la tierra. Mientras yo me alistaba ella abrió la puerta. Del interior de su apartamento apareció la vecina con los brazos en alto invocando a Cristo. Asustada clamaba por la protección de su sangre mientras su esposo y sus tres hijos la seguían en actitud de humillada penitencia. Al verla supe que era preferible quedarme dentro del apartamento contemplando cómo se movían las persianas y escuchando como traqueaban las paredes. No me iba a arriesgar a bajar por las escaleras de emergencia con el griterío de esa señora. Mi mamá, aún más asustada, me miró con cara de “ni mierda” y nos quedamos quietos. Esperamos un rato a que desaparecieran para salir.

 

Hace un par de semanas esos mismos vecinos tomaron por costumbre cantar en la cocina. Esto no tendría nada de malo si no fuera porque mi habitación da justo con ese espacio de su casa en el que se les daba por hacer su sesión de alabanzas muy a las 6 de la mañana, sobre todo los fines de semana.

 

Varias veces me levanté a darle golpes a la pared hasta que caí en cuenta de que esa no era la estrategia más eficaz para hacer que dejaran de cantar allí. Fue más efectivo llamar a la portería y poner la queja. Dejaron de alabar en la cocina y eso es algo que les agradezco mucho. Ahora, aunque no cantan, puedo escuchar como conversan mientras preparan el almuerzo y la comida.

 

El vecino pianista tampoco ha vuelto a sonar. Al principio de la cuarentena el muchacho, a quien solo he visto de pasada, practicaba todos los días. Se escuchaba perfecto en la cocina de mi apartamento. Algunas veces, sobre todo en las noches sacaba mi cabeza por la ventana para escucharlo un rato. El tipo parece que es un músico profesional. Sin embargo, con los días y la rutina la fascinación que me producía se ha desvanecido.

 

Mamá tampoco ha dejado de tocar la guitarra. Desde que comenzó el aislamiento ha practicado incesantemente. Lo está haciendo en este mismo instante conectada a una clase por zoom en la que conversa, grita y se ríe con sus viejos compañeros con quienes se reúne dos o tres veces por semana. Por horas y horas durante el día ella repite incansable los acordes del Camino de la vida y La piragua. No lo hace mal pero ese esfuerzo incesante puede llegar a volver loco a quien escucha.

 

Hace un par de semanas, un sábado por la tarde, le pedí que me diera unas horas de silencio. Le expliqué que aunque admiro mucho su persistencia, para preservar mi salud mental, prefería que se detuviera. Ese no era el único motivo de mi necesidad de silencio. En mi cabeza resonaban también las voces de incontables alumnos y el zumbido de las noticias y las desgracias producidas por el Covid-19 y por la cotidianidad del país. Aún así le pedí que me tomara un descanso y le prometí que después podría volver a tocar.

 

Y me concedió el favor. Comprendió que no era un reclamo hecho con fastidio y se detuvo hasta el lunes. Ese día retomó sus clases y la práctica volvió a la normalidad.

 

Ese es el barullo que escucho en el encierro. A veces extraño el clamor de la ciudad de antes, las voces de los amigos y la gente reunida, pero no quiero volver a acostumbrarme al barullo del tráfico. He aprendido a estar así y los viernes por la noche apago el celular, abro las persianas, y apago todo lo que produzca vibraciones o active algún ringtone.  Me quedo solo con mi cabeza mirando al cielo. Dejo que mis pensamientos vaguen solos y observo. Me fijo en quién pienso, a quién recuerdo, y aprovecho que en las horas que solían ser las más ruidosas –las de la fiesta— no se puede salir. Y vivo así un poco en silencio. En contemplación.

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