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lunes, 28 de marzo de 2016

La solución a todos los problemas


El sábado fui a tomar café con Julio y quedamos de encontrarnos dentro de una estación de Transmilenio. Cuando lo vi me hizo un gesto con la mano en señal de espera: estaba hablando con su hermana por celular. La conversación, que escuché queriendo sin querer, consistía en un tire y afloje suplicante en el que Julio intentaba a toda costa tranquilizarla.
–No le vayas a contar a mi mamá –decía la voz que caminaba a pocos pasos a mi lado–. Ya sabes que a ella no le cae bien Federico. Si de todas maneras quieres hablar  con él es mejor que se vean en un lugar neutro porque si se ven en la casa eso no se va a poder, ya sabes como es mi mamá. Si en serio piensas discutir con él no puede ser ni en la casa de mi mamá ni en la suya. Si van a verse es porque tú necesitas que te escuche.
Julio me había explicado antes que Federico le había puesto los cachos a Sandra en una ocasión y que por eso la suegra no lo estimaba mucho. Aún así la hermana lo había perdonado y me imagino, por el nivel del escándalo telefónico y el drama, que la traición había sucedido de nuevo. La voz femenina al otro lado del teléfono siguió dando una perorata de quejas y cuestionamientos que alcanzaba a oírse desde la lejanía. Oí por varios minutos como Sandra intentaba desenterrar con desespero un poco de consuelo de entre las palabras afanadas de su hermano.
–En este momento no puedes hacer nada –le aseguró Julio con voz de autoridad y ternura–. Es mejor que esperes hasta mañana y ahí le hablas y le dices que se vean, pero no ahora y no en la casa porque mi mamá se da cuenta. Con eso Julio logró que la algarabía de Sandra disminuyera y antes de colgar terminó de darle la última instrucción y la más certera: –Acuéstate. Mejor acuéstate y duerme.
Sandra dejó de hablar, colgó y por un instante yo también sentí la convicción de que dormir de la noche a la mañana hace que desaparezcan los problemas.


sábado, 27 de septiembre de 2014

El gran señor abandona a su concubina (Arqueología gay)

Cuando tenía 15 o 16 años mis papás se estaban divorciando y yo estaba empezando a entender que los hombres me atraían emocional y sexualmente. En esa época acceder al Internet no era tal fácil, así que gran parte de la información que yo obtenía sobre las cosas gay del mundo venían de los libros o de la parabólica a la media noche. Fue en alguna de esas noches de insomnio que vi por primera vez Adiós a mi concubina, la película china de 1993 dirigida por Chen Kaige. Después de ver la película, me mantuve obsesionado por años con la historia del niño que no quería ser niña, con el color y las imágenes de la China de principios del siglo XX y con el montaje, el vestuario, el sonido y la música de aquello que también en oriente se le llama ópera.

Hasta hace muy poco en ese país los roles protagónicos femeninos debían ser interpretados por actores varones. Por esto Dieyi –el hijo de una prostituta abandonado en una escuela de teatro chino a principios del siglo XX– es obligado a asumir el rol de las monjas y las doncellas y es castigado cuando no logra recitar los diálogos femeninos. El protector de Dieyi es Xiaolou, un niño fuerte y agresivo, quien se convertirá con el tiempo en su hermano de escenario. Xiaolou crece para interpretar con fama y éxito al gran señor y Dieyi será para siempre su concubina.

Esta semana volví a ver la película y reviví la pesada y conflictiva relación de los dos niños. Entre los dos existirá siempre la imposibilidad del amor aunque su  misión sea estar siempre juntos como gran señor y concubina. Dieyi está enamorado de Xiaolou, pero este último se casa con una prostituta. La historia de los dos actores atraviesa el siglo XX, desde la invasión japonesa, pasando por la institución de la República Popular de China y la revolución cultural maoísta.  Esta película es una obra maestra de la literatura, del cine y de la historia que recomiendo ver, si es posible, una y otra vez. 

La película completa con subtitulos en español se puede ver haciendo clic en la imagen.