El jueves llegué con mi mamá a la casa de los abuelos antes del mediodía, el día estaba gris y llevaba toda la mañana amenazando lluvia. El interior del apartamento de mis abuelos parecía más frío y gris que la misma ciudad. Verónica nos dejó entrar y volvió al lado del abuelo. A su lado estaba mi abuela sentada en el sofá rezando el rosario.
La abuela tenía los ojos vidriosos, pasaba los dedos por la camándula y miraba por la ventana mientras que el abuelo repetía las oraciones llorando profusamente. Verónica, la enfermera, nos dijo que el abuelo había estado en ese estado de ánimo ya por un rato y que le había pedido a la abuela que rezaran. El abuelo decía que tenía mucho miedo porque sentía la muerte muy cerca y también sentía que había sido una mala persona. Él sentía que tenía que aprovechar para rezar antes de que llegara la muerte para así poder irse para el cielo. El abuelo también le había dicho a Verónica más temprano que Tulia y Luzmila –sus hermanas mayores y las que más lo consentían cuando estaba pequeño– habían venido a visitarlo y le habían dicho que pronto se iban a encontrar. De unos años para acá, desde que el abuelo empezó a tomar medicinas para el Parkinson este tipo de visitas se han vuelto frecuentes. Por un rato todo se volvió repetitivo y confuso, la abuela seguía rezando el rosario para calmar al abuelo, Verónica le frotaba las manos para calentárselas.
Mamá se sentó al lado del abuelo, le preguntó si había desayunado y le acarició la espalda. Lo miró con valentía. Se sentó en el reclinabrazos del sofá, continuó acariciándolo y empezó a decirle que no tuviera miedo, le dijo que la muerte es tan solo un paso más de la vida, un renacimiento a algo más bonito sin ese cuerpo que tanto le pesa y que por tanto llevarlo de un lado para otro y de tanto exigirle ya no funciona muy bien.
–Más allá, cuando ya haya pasado la muerte y haya llegado a ese lugar nuevo, van a estar esperándolo la abuela Ana Felix, el abuelo, sus hermanas y los primos que ya se fueron hace rato, allá no va a estar solo– le anunció con decisión.
Mamá continuó diciéndole que la muerte es una manera de pasar de este lugar, donde estamos nosotros, a otro lugar donde están los que algún día lo quisieron a uno pero ya se fueron. En ese lugar ya no le va a doler nada. También le aconsejó que si llegaba asentir la muerte cerquita se tranquilizara y le reiteró que todos lo queremos mucho y que cuando se vaya todos vamos a cuidar a Rosita. También le dijo que tenía que recordar que él no había sido malo y que como todos somos humanos todos hemos cometido errores, pero no por eso no va a dejar de ir al cielo. Mamá continuó por un rato hablándole de la muerte como si la conociera de frente, como quien enseña un teorema o explica una teoría o como quien intenta explicarle a un niño cualquier tema del colegio. Sentada al lado de él, mamá le habló al abuelo de Jesús, de cómo él va a estar está esperándolo al otro lado tranquilo con una sonrisa junto al resto de su familia.
Yo me quedé quieto, congelado. No pude hacer nada más que observar y sonreír, mirar al abuelo como si comprendiera o como si confiara en que mi mamá conoce las soluciones para remediar una angustia tan grande como la que produce la incertidumbre de no saber si uno se va a ir al infierno. Escuché a mamá hablar y me imaginé el cielo, ese cielo al que renuncié hace tantos años, me imaginé a ese Jesús con una corte de gente bonachona a lado y lado. Los vi a los Marín Marín sonrientes, vestidos con la ropa que usaron cuando estuvieron vivos. Toda esa corte de personas saludaba al abuelo, todos lo abrazaban y le daban palmadas en la espalda, lo vitoreaban como si acabara de llegar a una meta o como si acabaran de aparecer por la puerta de las llegadas internacionales del aeropuerto el Dorado. A pesar de que todas esas palabras no eran para mí, yo también me sentí reconfortado. Me sentí tranquilo por lo menos durante el rato que el abuelo dejó de llorar, se acostó y se quedó dormido.
Después, ya fuera del apartamento de mis abuelos y en camino a otras labores continué pensando en lo difícil que debe ser saber que tan sólo te espera el infierno. Debe ser muy complicado tener una certeza tal como que solo hay un cielo y un infierno, un lugar para los buenos y uno para los malos. Esa binariedad es perturbadora, y aún más si le añades que si has sido aguas tibias, o sea ni muy bueno ni muy malo, tienes la posibilidad de esperar en el purgatorio por toda la eternidad hasta el juicio final o hasta que alguien decida dónde hay cupo.
Sin embargo, me gustó la idea de tener un recibimiento grande en alguna parte. Llegar a un lugar y que haya mucha gente contenta por verlo a uno. Me gusta la idea de reencuentrarse con las personas que uno ha dejado ir y me gusta pensar que si se va primero el abuelo me va a estar esperando en algún lugar con la tía Elvira, con María Elena, con la Berta, con el papá Luis y la mamá Aura. También me gusta la idea de un lugar donde haya comida y bebida a pesar de que no se tenga cuerpo.
Aun así, con todo y lo lindo que eso suena, nadie sabe que va a pasar después de que todo se acabe, por eso prefiero que mi imaginación llegue tan solo hasta el momento final. Si tengo suerte, ese momento será tranquilo y sin dolor, algo así como dar clic y enviar un e-mail, o similar al momento en que se va la luz en una noche de calor, podría ser como terminar una charla que se ha postergado por años, como darse un abrazo después del perdón, o como la claridad que viene después de la pequeña muerte del amor. Espero que la muerte sea algo parecido a apagar el computador o como desconectarse del Internet.
(Este texto fue publicado originalmente en Marzo 2 del 2014 y lo comparto como un homenaje a mi Abuelo Heriberto Marín Marín, papá de mi mamá. Falleció esta mañana.)
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