Ron me habló ayer de sus planes como si
ya me los hubiera contado, como si en un chat previo o en una conversación
anterior hubiera mencionado algo. Pero yo no sabía de qué me hablaba cuando me daba
cuenta de las noches que pasaría en Cartagena y en Medellín; cuando me contaba
de las ocasiones en que la gente de Avianca le había cambiado el itinerario.
–There’s a strike or a work stop or something
like that. So, there’s been a change of plans, we’ll not be able to have dinner
–me escribió.
Solo le respondí
que era una lástima y que nos veríamos en otra oportunidad.
Ron me había escrito el sábado para
contarme que tenía una parada en Bogotá, pero yo no hice ninguna otra pregunta.
Antes de responderle me fijé en que, aparte del mensaje de Whatsapp que me
había escrito, también me había enviado un mensaje por Facebook y me había
comentado en una foto que yo había puesto un par de semanas atrás, como si un
requisito para pedirme que cenáramos fuera mostrar interés en mis publicaciones
viejas. Esperé una hora para responderle, tal vez porque me temía de antemano
cuáles serían sus noticias.
–Voy a Bogotá el 19. ¿te gustaría cenar
conmigo? Avianca meesed up my flight and I need to spend 12 hours in the city
so I booked a room in a hotel near the airport.
–Sure –le respondí unaffected.
–It’s free ‘cause I had points –lo dijo
como si fuera algo que nos concerniera a los dos.
–Good for you! –fue lo que se me vino a
la cabeza y lo que le dije con la intención de romper el lazo del “nosotros”
que leía entre sus líneas.
La última vez que vi a Ron fue hace ocho
años. He was tall, he was white, he was your typical american man: handsome, charming,
with clear eyes, a true traveler always in love with the beaty of whatever’s
around him. Our age difference was double my age at the time. I fell in love
even though I didn’t admit I’d done it for months. En 2011 hubo un intento de reencuentro,
cuando yo estuve por algunos días en Washington. Cuando le conté que iría, un
par de meses antes del viaje, se emocionó mucho. En algunas de nuestras
conversaciones hubo planes, consejos, recomendaciones de lugares, pero unos días antes del anhelado encuentro me escribió para decirme que no podía llegar hasta
la capital, he was stranded somewhere. Algo se le había entrometido y había
desbaratado todos los planes.
–I had even booked a room in the May
Flower, but I can’t make it. I’m so sorry –dijo con pretendida melancolía en su
correo.
En ese momento no sentí tristeza: fue
más la confirmación de lo que me venía temiendo desde el día que llegué a los
Estados Unidos y lo llamé. Dije “hello” varias veces, dije quien era yo y repetí
varias veces su nombre pero lo único que recibí fue el vacío. Colgó. Llamé una
segunda vez pero no volvió a contestar. Desde ese momento supe que nuestro encuentro
no llegaría a suceder.
En conversaciones subsiguientes insistió en
preguntar si estaba todo bien y se disculpaba por el imprevisto. Esperaba que
yo dirigiera mi frustración hacia él, que le gritara que estaba decepcionado,
que le escupiera mi amargura en palabras escritas, pero eso yo no lo hice. Le
respondí que estaba bien. Que no tenía lio y que nos veríamos en otra ocasión.
–Look, I’m having such a good time that
it’s ok if you can’t make it. We’ll see each other some other time. My time’s
running up. Talk tou you later.
Sin embargo, no estaba todo bien. Comenzó a
crecer en mi una rabia no porque el día anterior a nuestro encuentro me hubiera
fallado, sino porque pretendía que yo me sintiera mal por algo que él había
causado. Él había cancelado nuestra reunión y esperaba que yo llorara y me
rasgara la ropa por eso, pero yo no tenía por qué hacerlo. Seguí con mis
vacaciones sin pensar más en él.
No recuerdo si se lo dije, tal vez si,
pero ahora tanto tiempo después y cuando ha cancelado otro de sus encuentros no
dejo de pensar en eso. Cuando lo conocí tenía 27 años, durante dos años guardé
la esperanza de verlo de nuevo y luego durante seis he guardado ese pequeño
resentimiento que se alebresta cuando me saluda. Aún así y aunque pensaba que
sería un buen momento para deshacerme del todo de ese recuerdo, que haya cancelado
me hace sentir aliviado: ya no tengo que verlo ni mirarme a mi mismo en el
espejo del recuerdo. Ese es un espejo borroso y cruel que devuelve la memoria
de lo que uno ya no es: yo ya no tengo 27, ni soy dulce como lo era en ese
momento, ni tengo la alegría ni la espontaneidad que tenía cuando lo conocí, ya
no soy youngish and handsome como en ese momento. Ahora soy un adulto y lo
peor, sigo en este mismo lugar. Todo ha cambiado mucho, incluso yo, pero no me
he movido de aquí y eso me duele un poco.
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