La semana pasada fui a conocer a Manuel, un
abogado de 38 años que me hizo reír desde el primer mensaje que me envió. Nos
vimos en la Plaza de Bolívar después de que salí de la librería del FCE y
caminamos hasta el café ese famoso del tipo francés, tan popular ahora, y que
se ha convertido en el lugar cool del centro para ir a pasar el rato.
Conversamos hasta que caímos en cuenta de que
habíamos estudiado juntos al mismo tiempo en la misma universidad y que
teníamos un abanico de gente en común de esa época: amigos de nuestras carreras
y de ciencia política, y antropología y filosofía, jóvenes gais –para ese
momento— de los grupos de la universidad, profesores y maestros en común. Eso
hacía parecer que ese encuentro, agendado a través de redes en el internet,
pareciera más un reencuentro de dos viejos compañeros de academia.
Nos sentamos a charlar y nos tomamos unas
cervezas –yo sin alcohol y el con alcohol— y pasamos revista de un montón de
gente que no vemos desde el 2005. Nos imaginamos cuántas veces debimos habernos
saludado y debimos haber conversado sin que eso quedara registrado en nuestra
memoria. En esa época yo era un estudiante de artes corriendo a cada minuto que
tenía libre para estrellarme de frente con el desamor y que andaba con una
grabadora de mano para registrar las voces de todos mis amigos mientras leían
textos de García Lorca, y él, pues no recuerdo cómo era él en esa época.
Seguramente no ha cambiado mucho: podría ser que
fuera un poco más fornido, ahora es acuerpado aunque bajito; tal vez era más
delgado; quizá tenía un poco más de pelo, aunque no es calvo; me suena a que no
debe haber cambiado mucho de forma de vestir y seguro utilizaba las mismas
camisas y sacos que lleva ahora o tal vez sería un ferviente seguidor del heavy
metal que se vestía con camisetas negras y jeans rotos. No lo
sé. Sin embargo no creo que su rostro haya cambiado mucho, tendría
la misma nariz perfectamente recta y delgada, la piel blanca clara llena de
pecas delicadas simétricamente esparcidas entre la nariz y los cachetes, los
mismos ojos dulces color miel oscuro –“o cafés cuando estoy triste”, como diría
Manuel— con esa mirada tierna y juguetona que esconden, la misma sonrisa y los
labios delgados y esa actitud de abogado acostumbrado a convencer. Tal vez
era así, pero si lo conocí no lo recuerdo, como no recuerdo tantas otras cosas
de esa época.
De esa noche que nos conocimos –o que lo volví a
ver, si así se puede decir y que terminó con un abrazo tímido en una estación
de Transmilenio— me quedó su olor a sudor dulce y la imagen de sus manos
pequeñas, la inquietud de su voz y de su risa y ese vacío en el tiempo de saber
que lo olvidé o que tal vez nunca lo conocí.
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