El viernes pasado en la noche, en una fiesta a la que fui con
Marco, me encontré con el esposo de mi amiga Tatiana. El tipo estaba en el
mismo bar al otro lado de la pista rumbeando con un grupo de amigos. Verlo
solo, sin su esposa, me produjo cierta extrañeza.
Tatiana es una escritora a quien conocí hace unos años en un
taller de comunicación. Es extrovertida y simpática pero tiene una costumbre
un poco excéntrica, aunque no del todo extraña en estos tiempos: comparte a diario su
vida en Facebook. Postea fotos de novenas, cumpleaños, matrimonios;
monta álbumes familiares en los que aparecen etiquetados los miembros de su
circulo lejano y cercano; narra con pelos y señales las nimiedades de su vida
cotidiana, habla de lo que come, de los lugares que visita, de la ropa que
compra, de sus rutinas de ejercicio y sus compañeros de gimnasio, de los
restaurantes que visita, de los conciertos y las actividades culturales que
realiza; comenta sobre su trabajo hasta la saciedad, sobre los viajes que hace,
las conversaciones que tiene. Durante su embarazo consultaba con los contactos
de la red acerca de trucos y especialistas para sus dolencias, curas para la
piel, remedios para bajar los antojos, terapias alternativas, cursos, libros, nombres
de bebé, vacunas, enfermedades, lugares para comprar cosas. Sus publicaciones
alcanzan a diario cientos de reacciones y docenas de comentarios.