El viernes pasado en la noche, en una fiesta a la que fui con
Marco, me encontré con el esposo de mi amiga Tatiana. El tipo estaba en el
mismo bar al otro lado de la pista rumbeando con un grupo de amigos. Verlo
solo, sin su esposa, me produjo cierta extrañeza.
Tatiana es una escritora a quien conocí hace unos años en un
taller de comunicación. Es extrovertida y simpática pero tiene una costumbre
un poco excéntrica, aunque no del todo extraña en estos tiempos: comparte a diario su
vida en Facebook. Postea fotos de novenas, cumpleaños, matrimonios;
monta álbumes familiares en los que aparecen etiquetados los miembros de su
circulo lejano y cercano; narra con pelos y señales las nimiedades de su vida
cotidiana, habla de lo que come, de los lugares que visita, de la ropa que
compra, de sus rutinas de ejercicio y sus compañeros de gimnasio, de los
restaurantes que visita, de los conciertos y las actividades culturales que
realiza; comenta sobre su trabajo hasta la saciedad, sobre los viajes que hace,
las conversaciones que tiene. Durante su embarazo consultaba con los contactos
de la red acerca de trucos y especialistas para sus dolencias, curas para la
piel, remedios para bajar los antojos, terapias alternativas, cursos, libros, nombres
de bebé, vacunas, enfermedades, lugares para comprar cosas. Sus publicaciones
alcanzan a diario cientos de reacciones y docenas de comentarios.
Todo este continuo de fotos, relatos y anotaciones y
emoticones crean la ilusión de que Tatiana tiene una vida bonita llena de amigos
que la acompañan a todo momento, de familiares que la apoyan, de que ella goza
de una vida laboral plena y de un tiempo libre repleto de actividades emocionantes.
Su vida se ve llena de cariño y felicidad.
Pero esa noche estaba allí su esposo solo. Y yo me quedé observándolo
desde lejos mientras bailaba. La verdad es que a él no lo conozco, no he
conversado nunca con él, lo poco que sé sobre su persona lo he aprendido a
través de cientos de fotografías suyas que Tatiana ha compartido a través de
los años, incluyendo los varios álbumes que publicó durante los preparativos de
su matrimonio, en el matrimonio, durante su luna de miel y luego en navidad. No
conocerlo y que él no me conociera me dio esa noche el anonimato y la confianza
suficientes para observarlo sin que se diera cuenta.
Por un rato me quedé siguiéndole los pasos hasta que tuve un pensamiento
inquietante. La voz en mi cabeza me dijo que esperara a que sucediera algo malo; de manera inconsciente me puse alerta para observar si el esposo de Tatiana hacía algo incorrecto.
Lo miré a la expectativa de que cometiera algún error, que se pasara de copas, que hiciera un escándalo, que besara a otra mujer o que hiciera algo inapropiado. Mi
cabeza me pedía que encontrara la confirmación de que aquella vida perfecta y
emocionante que veo a diario en la pantalla azul y blanca tuviera una falla; necesitaba
que ese espejismo de la bella vida tuviera una mancha que la convirtiera en una
vida normal, compleja, sombría, dolorosa y aburrida, tal como la mía. Fue así que ese pensamiento mezquino me devolvió, de nuevo, la imagen en el espejo de mi propia miseria.
¿En serio esperaba que algo así sucediera? ¿en serio deseaba que la vida de alguien a quien aprecio y admiro tuviera tal lunar y sombra de sufrimiento? Ese pensamiento me inquietó, me sentí confundido,
avergonzado, y dejé de observarlo. Besé a Marco y seguí saltando, bailando y me
olvidé de Tatiana y de la presencia de su esposo en el bar. Sin embargo, antes de salir del lugar al
final de la noche, regresé la mirada al mismo lugar donde había estado el hombre solo para cerciorarme que hacía rato había desaparecido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Hola, ¡por favor comenta!