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lunes, 24 de agosto de 2015

9. Oscar el periodista

Óscar es periodista y tiene un hijo de 22 meses. Ese último dato me lo contó mientras Roberto se esforzaba por enseñarnos redacción de noticias. A diferencia del resto de compañeros, Óscar y yo éramos los únicos miembros del taller no estudiantes universitarios, con experiencia laboral en campos diferentes al comunitario y sin interés aparente en el activismo de izquierda. Lo que nos llevó en principio al taller fue el desempleo y el tiempo extra que eso le da a uno para, por ejemplo, aprender sobre comunicación, prensa y memoria.
El viernes, penúltimo día del taller, salimos del Centro de Memoria y lo acompañé a Merlín –la librería en el centro— a buscar A sangre fría de Truman Capote. Roberto insistió toda la semana que si queríamos ser periodistas ese es un libro que hay que leer y tener de referencia en la mesa de noche.
Cuando llegamos al tercer piso de la librería yo estaba agotado y me senté en una silla de madera en la sala que está a la derecha de la escalera. Oscar se sentó al frente y comenzó a observar libros de aviación.

martes, 28 de julio de 2015

5. Las edades de Lulú


Cuando tenía 15 años entré a estudiar al colegio Calasanz en la 170 con autopista. Ese lugar se me antojaba gigante, vacío y desconocido. Me costó mucho trabajo adaptarme a estudiar con curas, a los nuevos profesores y a ir a un colegio de solo niños. Sin embargo, en ese mundo extraño hubo un lugar que me recibió desde el principio con amabilidad. Ese lugar se convertiría en uno de mis “parches” favoritos: la biblioteca.
Merceditas, la bibliotecaria, me otorgó al final de mi primer año el privilegio de entrar a la bodega. Allí estaban organizados con precisión y forrados con plástico grueso transparente los ejemplares innumerables de la prestigiosa colección de los Calasancios. De ese lugar extraje sin autorización y, creo, sin que Merceditas lo notara, uno de los primeros materiales eróticos –pornográficos— que leí en mi vida (antes de la era del Internet).
En una revista Cromos salió publicada una lista de literatura erótica; en ella me enteré de la existencia de Las edades de Lulú.  Oh sorpresa, el libro de Almudena Grandes apareció ante mi en uno de los estantes grises. Lo tomé, lo oculté entre mi ropa, lo metí en la maleta con nervios y no lo registré con la confiada bibliotecaria. Estaba seguro de que si ella se enteraba del tipo de libro que ese era, no me lo prestaría.

El ejemplar regresó a su sitio original, sin marcas aparentes, a los dos días. Reapareció en su puesto después de que me devoré todas sus descripciones de actos sexuales soeces que mi imaginación infantil no alcanzaba a construir. Regresó a su hogar cuando memoricé todas las emociones y los sentimientos adultos que tan solo hasta ahora, dieciocho años después, empiezo a comprender.