lunes, 18 de enero de 2016

Bogotá: ciudad tropical

Una ráfaga de viento azotó las cuatro ventanas del restaurante a donde acompañé hoy a don Rubén a almorzar. Juan David se puso de pie tan rápido como pudo para cerrar las ventanas pero no dio abasto. Se movía de un lado para el otro con la esperanza de agarrar las portezuelas transparentes antes de que se estrellaran pero estas, rebeldes, se le escapaban y golpeaban con rabia los bordes metálicos. Una resultó con un vidrio roto.

Sentí el ruido de los metales chocando y me di la vuelta sin pararme de la silla. El viento se coló al interior del segundo piso del restaurante y tumbó vasos y desorganizó decenas de servilletas que resultaron en el suelo. Afuera, atrás mío, se veía una tormenta de polvo y hojas secas arrancadas de los árboles que rodean la alcaldía. Los troncos exhaustos han renunciado a sostener a sus inquilinas verdes, las han dejado ir por la sequía. A las pobres les falta el agua, caen al suelo y mueren.

Hace tanto calor en Bogotá en estos días que una de las frases más populares es “qué bochorno” y es común ver a la gente en “la nevera” –nombre que le tienen los costeños a Bogotá— vestida con esqueletos, camisetas y sandalias. Los rolos, esos seres acostumbrados al frio y al sol solo al medio día, se los ve cachetirrojos y sudorosos en restaurantes sin aire acondicionado; sufren por la ropa hecha con materiales no aptos para la sudoración y el fervor. Y lo peor es que nadie nos cree, a nadie le cabe en la cabeza que Bogotá pueda ser en una apocalíptica “ciudad tropical (como dice @miguelfarfan).



La temperatura en la capital ha llegado a los 24 grados, la gente culpa al cambio climático, a la falta de árboles, a los políticos; yo por lo menos no se cual sea la razón de los hermosos días calientes con calores que llegan hasta las siete de la noche. Hoy mientras trabajaba me toqué el pelo varias veces y lo sentí pegajoso, sentía la cara sudada, la ropa me pesaba y no me quité en todo el día la sensación de estar en una vacación extraña. La fila de usuarios a quienes debía atender no tenían ganas ni fuerza para pelear o quejarse. Todos sufrímos de una somnolencia agotadora. El ritmo de la vida se pone lentísimo con el aumento de la temperatura, el cielo gris azulado, el aire denso, los sitios cerrados se llenan de insectos y los pájaros cantan hasta tarde.

Mientras más grados tiene la sensación térmica más siento que algo está por suceder. No se qué. Un cambio, podría ser, un temblor, el sofoco. Pareciera que ese viento seco va a hacer caminar los árboles y que –probablemente— las cosas están por cambiar. Me da miedo, pienso que este calor es una advertencia, tal vez no debo renunciar, no debo continuar, no debo dar nuevos pasos. El calor me pone paranoico, lo reconozco. Bogotá no es así.

Mañana será otro día y seguro no lloverá. Cuando vuelva a hacer frío volveremos a quejarnos del frío, de la lluvia, de las cañerías tapadas, porque así somos los bogotanos.

¿cuándo volverá a llover?

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