Estaba la otra tarde yo conversando
con mi amiga Camila y su esposo, Jorge; fui a visitarlos antes de que se
acabaran las vacaciones. Tomábamos cafecito con galletas mientras recordábamos
anécdotas de compañeros de la universidad o de gente que conocíamos de la vida
bajo el solecito en el patio de su casa; eso es lo que hace uno con los amigos
de vieja data.
Estábamos conversando de esas
charreras cuando recordé el caso de Adriana, esta amiga que tenemos en común en
el Facebook. Resulta que a mí se me hace
tremendamente divertido leerla porque ella tiene dos hijos, un niño de dos años
y medio y una niña de uno. En su cuenta de Facebook Adriana postea con regularidad
fotos de sus niñitos y escribe textos cortitos sobre las pequeñas y tiernas
aventuras que tiene con ellos. La mayoría de sus relatos son conversaciones que
tiene con el niño mayor, intercambios de frases cortas pero significativas que
revelan una interacción familiar llena de sentido en las que su hijo logra
sorprenderla e incluso a veces cuestionarla.
Yo no tengo hijos pero supongo que
las personas que los tienen saben que la vida cotidiana está llena de esos
momentos. Leer esos pequeños fragmentos de intimidad a mi siempre me ha
parecido fascinante, me encanta esa pequeña ventanita al interior de su cariño
familiar. Sin embargo, a veces siento que las narraciones de Adriana pueden
llegar a tornarse en un poco cursis e incluso demasiado reveladoras. Por
ejemplo, tales charlitas suelen estar ambientadas en el momento de ir al baño,
o durante discusiones familiares, o en un jacuzzi, o en la ducha. Exactamente
eso les dije a mis amigos y el Jorge pareció estar de acuerdo conmigo. Juntos
llegamos a la conclusión de que esas publicaciones semanales suelen tener su
rareza pero revelan lo linda que puede ser la vida familiar de Adriana.
Camila nos miraba sorprendida porque
no conocía aquellas pequeñas historias. Ella no tiene cuenta de Facebook –Jorge
sí—, entonces no está enterada de lo que sucede por esos lares.
La última vez que Adriana vino de
visita –nos interrumpió Camila, para contarnos con cierta premura—en diciembre
con los niños ninguno de los dos hablaba. El niño, el mayorcito, a duras penas
estaba pronunciando palabras. Ese día que estaban aquí el niño señalaba las
cosas para que su mamá se las alcanzara pero yo no recuerdo que dijera mucho.
Eso sí, gritaba como medio endemoniado. No estoy seguro de que ese niño tuviera
la capacidad para sostener una conversación como la que ustedes me cuentan.
Además, el año pasado Adriana tuvo un problema terrible porque en el hospital se
dieron cuenta de que la niña tenía un retraso en el desarrollo y estaba mal
alimentada. Aún no logra sostenerse y no camina y la tienen en monitoreo
constante en el bienestar familiar.
No dudo que la vida familiar de Adriana está, de hecho, llena de momentos bonitos. Aún así lo que dijo Camila me dio a
entender que no todo lo que ponemos en Facebook revela la totalidad de la
historia.
Al final cambiamos de tema y seguimos
conversando sobre alguien más que no veíamos hace tiempo pero ciertas dudas
quedaron rondándome la cabeza: ¿hasta qué punto uno completa las historias de
las personas a quienes sigue en redes rellenando los espacios vacíos con
opiniones o cuentos propios? ¿Cuál será el rollo que la gente se ha inventado
sobre lo que uno postea? ¿será que nosotros, uno mismo y sus amigos o
contactos, estamos siendo conscientes del reflejo que estamos enviando en redes
sobre nuestras propias vidas?
Lo peor es cuando hay verdades que buscamos donde no existen.
ResponderEliminarEn verdad necesitas una buena lista de nombres ficticios.