viernes, 10 de octubre de 2014

El marranito del abuelo

Toda su vida mi abuelo fue un negociante, jamás tuvo un empleo fijo o dependió de un jefe. Desde que estaba pequeño tuvo sus propios negocios –tiendas, talleres o almacenes– e invirtió su capital en venturas económicas que, aunque no en todos los casos fueron exitosas, le permitieron mantener su casa y sacar adelante a sus ocho hijos.

Cuando se casó con mi abuela, cuenta ella que se establecieron en una casa que él tenía junto a un almacén al lado de una carretera. Ella tenía 15 y el 18. Recuerdo a mi abuelo contándole anécdotas a doña Carmiña de esas épocas en un cumpleaños. El abuelo tenía que hacer uso de todo tipo de trucos y mañas para no perder plata de los clientes que fiaban y luego nunca pagaban. El abuelo fue también fotógrafo, conductor, tipógrafo y más. 

Cuando estábamos pequeños mi hermano, mis primos y yo nos encontrábamos en el almacén de accesorios para vehículos que el abuelo tenía arriba de la Caracas por la calle 22 sur.
El almacén era un local con varias vitrinas donde vendía toda clase de artículos de colores fosforescentes –a la moda de la década de los noventa– para adornar carros. Allí se podían encontrar herramientas, cuerdas, cauchos, ambientadores con los escudos de los equipos de fútbol locales, farolas, bombillos, antenas, rines, pegatinas, calcomanías, bafles, sistemas de sonido, tapetes, cauchos, kits de emergencia y todas las cosas que el dueño de un carro necesitara. Nosotros veíamos al abuelo trabajar, rayando o leyendo en su escritorio lleno de fotos y papeles debajo de un vidrio o jugando afuera, al frente del local junto a la pared que tenía el mural que daba la bienvenida al cliente y en el que, junto a un dibujo de un perro, se leía Autolujos Snoopy.

Ahora, cuando mi abuelo tiene ochenta y siete años, ya no trabaja y vive de la pensión, es mi mamá quien lo ayuda con sus finanzas. Ella se encarga de gestionar físicamente el dinero que le llega mensualmente, le ayuda a pagar algunas cuentas y gastos de la casa, a pagar la televisión, le compra algunas cosas que se le antojan, ropa, zapatos, paga sus terapias y sus medicinas.

Aún con su Parkinson y su corazón medio, el abuelo no ha perdido ese afán emprendedor y aún habla de guardar dinero para comprar un terreno, montar un negocio o invertir en animales para sacarles cría. Aún busca algún medio para asegurarse ganancias, aunque casi no pueda caminar y a veces se le dificulte oír lo que sucede a su alrededor.

Con el afán de continuar emprendiendo el abuelo suele administrar un marranito que conserva en casa. Sagradamente, con una parte del dinero que obtiene, el abuelo rellena el puerquito de barro. Lo mantiene engordando con la esperanza de que cuando reviente pueda hacer algo importante con ese dinero.

Sin embargo, tan solo después de cuatro meses de haber adquirido el último marranito, el miércoles cuando fuimos de visita, el abuelo le dijo a mi mamá que tenía que romperlo. Mi mamá y la abuela accedieron y Verónica trajo un martillo, una bolsa plástico y unas hojas de papel periódico.

Con el mayor cuidado me arrodillé y en el suelo, como practicando un hara-kiri porcino, después de respirar profundo le asesté un martillazo en el lomo al marrano. El pobrecito no lloró, no hizo mayor escándalo ni reclamó. Solo hubo un tac seco, y de un solo golpe se abrió por la mitad dejando al descubierto el tesoro. Monedas y billetes de todas las denominaciones salieron en abundancia.

A la abuela, a mi mamá y a mí nos tomó un rato largo contar el dinero que el abuelo había recolectado durante esos cuatro meses. Doscientos veintiséis mil cuatrocientos pesos. Desde su silla tallada y cubierto con una ruana el abuelo vigilaba el dinero y miraba el techo. Nos observó contar todas las monedas de cien, doscientos, quinientos, los billetes de mil, dos mil, cinco mil, diez mil y veinte mil. Pusimos el dinero del marranito en paquetes con sumo cuidado y lo guardamos para juntarlo con el resto.

El abuelo le tiene plena confianza a mi mamá y a sus hijos, sabe que sus ahorros van a estar mejor cuidados con ella que en la casa. No es que desconfíe de la abuela, ni de Verónica, lo que pasa es que no ve con buenos ojos a los cinco o seis niños que corren por el apartamento todos los días. Esos niños se meten al apartamento, lo desordenan todo y lo dejan todo lleno de arena. Tampoco se siente seguro con esas parejas que entran a besuquearse en las esquinas y que se esconden para luego esculcar cada rincón del apartamento, tampoco le caen bien esos señores que llegan a cortejar a la abuela. Entran sin permiso y sin avisar y están solo en su imaginación. De ellos el abuelo intenta proteger su marrano, no quiere que se le roben la plata ni sus objetos valiosos.

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