Ayer, antes de las cuatro de la tarde
sentí una presión muy fuerte en el pecho. Estaba apunto de tener un ataque de
ansiedad por la gran cantidad de café que había consumido, por el estrés de la cirugía
de mi mamá y por los problemas de trabajo. Para combatir esa sensación tan
maluca me pareció buena idea salir a trotar, cosa que no había hecho por la
mañana. Me cambié y salí caminando, como hago todos los días, hacia la avenida
Suba mientras cuadraba el teléfono para que sonara el audiolibro del Ulysses de
James Joyce. Empecé a aumentar el ritmo cuando crucé los cuatro carriles de la
avenida del Transmilenio.
La ciclo-ruta que rodea el parque
alrededor del río en la 106 estaba llena de ramas de arboles porque acaban de podar,
por lo que el asfalto se convirtió en un juego de obstáculos con ramas y mugre
dejada por los jardineros del distrito. Las voces del audiolibro no se
detuvieron; un par de caballeros sostenían una conversación acerca de Irlanda,
una muerta o la madre de alguno de los personajes. Los dos señores charlaban
mientras hacían un recorrido en un carruaje tirado por caballos que relinchaban
y resoplaban. Los audiolibros le dan al ejercicio una atmosfera intelectual que
no siento con otro tipo de ayuda auditiva.
Al llegar al puente que cruza el caño,
cerca de la torre Huawei un grupo de mas o menos ciento cincuenta personas
conversaba o hablaba por celular. Observé sus trajes de paño, sus camisas
blancas, su seriedad y me imaginé que estaban en medio de un ejercicio de
evacuación de los que son ahora populares en Bogotá. Los esquivé con prisa para
no perder el ritmo, mientras ellos se alejaban con parsimonia de las arboles y
de las ramas en el suelo. No me detuve porque había logrado deshacerme de la
ansiedad del día y tenía un ritmo regular. Trotaba al ritmo de los caballos y
no me concentraba en nada mas sino en avanzar. Al otro lado del puente, la
gente que habita en las casas, de pie frente a sus puertas, me observaba pasar
y yo los ignoraba.
Seguí trotando media hora mas, paré hice
estiramiento y retomé el camino a casa. De nuevo en la avenida me fijé que
había mas gente cruzando la avenida. Un mensaje telefónico me informó del
reciente terremoto que acababa de suceder, ¿por eso era que toda esa gente
estaba parada al lado de la torre?
En Santiago, en 2006, primero viví en un
piso 10 y luego en un 16. Temblaba por lo menos una vez al mes y la única
certeza que yo tenía era que si por cosas de la vida yo estaba en el
apartamento no iba a poder salir a correr. Si temblaba tenía que quedarme tranquilo
y quieto, hasta que el temblor se detuviera y hasta que me sintiera cómodo para
volverme a montar a un ascensor. Así tuve que hacerlo varias veces hasta que me
acostumbré. En Santiago varios amigos recuerdan la reacción que me producían
los temblores los primeros meses que viví allá. Me producían tanto pánico que
lo único que podía hacer era comer y comer mas y luego tirar y repetir para
poder generar endorfinas, superar el pánico y retomar el ritmo de la vida
normal. Paula a veces aún bromea y dice que los temblores me parecían
afrodisiacos. Ella dice que soy un bogotano con experiencia chilena. No fueron
pocas las ocasiones en que los temblores me despertaron en la madrugada,
mandando de un lado para el otro de la habitación la cama, o en plena fiesta o
conversando con los amigos o bebiendo en una calle o leyendo cartas y
conversando con la Berta.
La ultima vez que mi mamá y yo vivimos
un temblor juntos fue recién regresé yo de Chile. Un sábado, en febrero del
2008, las puertas del apartamento y de los muebles y closets comenzaron a
moverse, se abrían y se cerraban, el acuario de peses de vidrio se alborotó y
comenzó a lanzar escupitajos por toda la cocina, las copas de vidrio en los
estantes se chocaban y tintinaban de forma graciosa y aterradora. Mi mamá saltó
nerviosa de su habitación buscándome, sin saber que hacer. Mi reacción fue
recordar que por mas que me asuste, no hay nada que pueda hacer que no sea
esperar, así que abracé a mi mamá y esperé, con una mano pegada a la pared a
que el ruido semejante a un rechinar de icopor, madera y piedras se detuviera.
Ayer crucé la avenida de vuelta y revisé
los mensajes de mi celular. Volví al apartamento asombrado por la cantidad de
gente que seguía en la calle y por no haberme dado cuenta. Mi mamá estaba
sentada sobre su cama, hablando por el fijo con mi abuela, bastante tranquila.
Me contó que apenas comenzó a temblar el gato comenzó a correr desesperado por
el apartamento, así que ella lo atajó y lo abrazó y se quedaron quietos
escuchando el ruido, viendo las persianas moverse y las personas salir. Luego
intentó llamarme pero la red telefónica no funcionaba. Charlamos y nos quedamos
ahí tranquilos. Me puse a escuchar a Francisca Valenzuela y a Víctor Jara.
Deseé como siempre lo hago, que no se vuelva a repetir y que si sucede en la
noche no me coja en un motel y que alcance a ponerme la ropa antes de tener que salir.
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