Una tarde de domingo, de vuelta de una visita que hicimos a Mosquera, mi
abuela me contó varias historias de cosas inexplicables. Ese día, con mi mamá
fuimos a ver a las hijas de Feliza, la tía de mi abuela, quienes vivían allí
desde hacía por lo menos dos décadas. Como tenían años sin verse fuimos toda
una tarde a almorzar y a tomar café para que la abuela y sus dos primas
pudieran actualizarse en historias familiares.
Consuelo, su esposo y Amparo llegaron a Mosquera hace muchos años a
vivir en una casa localizada a unas calles del parque principal. La propiedad
de una sola planta comenzaba con un pasillo de unos tres metros de largo que
terminaba en un patio interno. El piso y las paredes al interior mostraban la
división de la que habían sido objeto; habían sido interrumpidos y aparecían
cortados, como si alguien gigante hubiera tajado la casa como se corta un pastel.
Un hueco en la una marquesina de vidrio y madera original, devanada hasta la
mitad, era el único acceso de aire y luz de toda la propiedad. El patio era la
antesala a las habitaciones, a la cocina y al único baño de toda la propiedad.
El lugar se había convertido con los años en un mausoleo de cosas viejas
apiñadas; las plantas amontonadas crecían invadiendo el patio y hacían un
esfuerzo por llegar al hueco en el techo de donde provenían los pocos rayos de
sol. Todo el lugar estaba lleno de una atmosfera selvática, húmeda, protegida
en el tiempo por el encierro.